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Alberto Míguez

Juanita Calamidad y su primo convergente

La sonora bofetada que el nuevo secretario británico de Asuntos Europeos, Denis MacShane, propinó al Gobierno español, a José María Aznar y a la opinión pública advirtiendo que la negociación sobre Gibraltar había concluido como empezó, es decir, en “cero patatero”, no tendría mayor importancia si previamente, tres días antes, la ministra de Exteriores, Ana Palacio, nuestra Juanita Calamidad diplomática, no hubiera profetizado que en un año la cosoberanía del Peñón sería cosa hecha.

Cualquiera que conozca un poco el contencioso gibraltareño —y ése no es, obviamente, el caso de la ministra— sabe de sobra que el Reino Unido nunca negoció con España sobre la colonia con seriedad y lealtad: ni ahora, ni hace dos años ni hace tres siglos. Nunca. Ser tan pánfila, imprudente e ignorante merecería algo más que el sarcasmo o el malhumor de diplomáticos, políticos y periodistas. Merecería simple y llanamente la dimisión o el paso a retiro de una ministra que ha pasado de ser el hazmerreír internacional con su memorable actuación en el Consejo de Seguridad a una desgracia nacional a causa de este y otros asuntos.

Pero tranquilos, ni habrá dimisión ni destitución ni gaitas. Aquí nadie dimite aunque caigan aviones a chuzos, descarrilen o choquen todos los trenes de cercanías, se burlen de nosotros británicos, marroquíes o tamiles. Aquí, cuando algún ministro hace una tontería o comete un error dramático se le halaga y garantiza la continuidad según la máxima franquista de que cuanto peor, mejor: que la unidad de mando se mantenga, no vaya a ser que pancarteros, llamazares y arzallus aprovechen la debilidad del jefe. El jefe siempre tiene razón.

La comedia de Gibraltar, al menos en el capítulo que acaba de terminar, empezó hace algunos meses en Barcelona cuando el entonces ministro de Exteriores, Josep Piqué, nuestro primo convergente, anunció a bombo y platillo junto con su colega británico que el contencioso alcanzaría una solución en otoño. Era, claro, un “farol”, uno de los muchos faroles con que se fue alumbrando este disparate diplomático. Después, cada vez que Piqué se reunía con algún ministro, secretario o funcionario británico se reciclaba el tema y se hablaba de cosoberanía, base, amistad hispano-británica y demás amenidades. Y los medios (sobre todo los públicos, que para eso están) tragando, jaleando, aplaudiendo. Qué sabiduría la de nuestro Gobierno, la de nuestro presidente, la de nuestro ministro o ministra, van a resolver un asunto “que tiene tres siglos” eN un periquete. Qué lujo, qué vértigo.

Después de la reunión de las Azores y cuando el idilio Aznar-Blair había alcanzado intensidades casi carnales, alguien le preguntó a la pareja por qué, dado que estaban de acuerdo en casi todo, no resolvían de una vez el problema del Peñón. Sonrieron, amagaron una respuesta amable y ahí quedó la cosa. La cosa era y sigue siendo que mientras la metrópoli, es decir, el Reino Unido, no quiera resolver el problema gibraltareño, éste no se resolverá porque creer, aunque sólo sea un segundo, que los “llanitos”, es decir, los habitantes de la colonia, algún día querrán integrarse de motu proprio en la soberanía o cosoberanía española, es una fantasía que roza la idiotez. Y creer que la metrópoli impondrá a los sujetos coloniales, como hizo por ejemplo en Hong Kong, una solución acorde con sus intereses y los de los países amigos (por ejemplo, la China Popular), es una ocurrencia propia de Juanita Calamidad en versión ursulina.

Las cosas están, pues, como siguen: no hay negociación posible porque el Gobierno británico tiene otras cosas de qué ocuparse, los gibraltareños seguirán haciendo de su capa un sayo y aquel lugar seguirá siendo lo que fue durante los últimos siglos: un nido de contrabando, tráficos de todo tipo y blanqueo de dinero. La homologación que el secretario Denis MacShane ha hecho entre el Peñón y Ceuta y Melilla roza la injuria, nacional e internacional. Pero dados los antecedentes y consiguientes, nadie en estos pagos sacará los pies del plato ni pedirá cuentas al amigo Tony, nuestro aliado más querido junto con Bush y Colin Powell.

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