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Emilio J. González

Pragmatismo a la británica

El ministro de Economía británico, Gordon Brown, ha hecho gala de la inmensa tradición política y diplomática al decir ‘no’ al euro. No ha sido una negativa radical, rotunda, definitiva, de las que dejan secuelas; por el contrario, su “no es el momento” ha sonado elegante, incluso lógico, dado como están las cosas a uno y otro lado del Canal de la Mancha. Y, efectivamente, Brown tiene razón: no es el momento, ni para la economía británica ni para el Gobierno de Su Majestad.

No es el momento político porque el Ejecutivo de Tony Blair no se encuentra, precisamente, en su mejor momento. Después de obtener el apoyo mayoritario de la opinión pública británica a la participación del Reino Unido en la guerra de Irak, el conocimiento de que el Gabinete aportó pruebas e informes falsos para justificar su posición y el hecho de que las armas de destrucción masiva sigan sin aparecer ha puesto a los votantes en contra de los laboristas, que se arriesgarían a cosechar un fracaso estrepitoso si el Gobierno celebrase ahora el prometido referéndum sobre el euro, en parte porque los británicos siguen aferrados a su vieja libra esterlina –dos tercios de ellos prefieren seguir con ella, según las últimas encuestas– y porque Tony Blair y su partido podrían ser objeto de un voto de castigo en forma de rechazo a la moneda única a causa del asunto de Irak. Desde esta óptica, por tanto, no es descabellado pensar que detrás del “no es el momento” de Gordon Brown haya una táctica dilatoria para evitar al Gobierno laborista un revés y un voto de castigo que le pondrían en una situación política delicada.

No es tampoco el momento económico, ni por la situación de la libra ni por la de Alemania ni por la del conjunto de la zona del euro. La divisa británica sigue sobrevalorada respecto del euro, a pesar de la subida registrada por la moneda única a lo largo de los últimos meses como consecuencia del hundimiento del dólar. En estas circunstancias, la entrada de la esterlina en la unión monetaria europea sería una fuente seria de problemas para las empresas británicas, ya que reduciría su competitividad y, a medio plazo, podría dar lugar a severos ajustes y a la destrucción de una parte del tejido empresarial. Es lógico, por tanto, que con semejante escenario de tipos de cambio el Reino Unido prefiera esperar un tiempo.

La situación en la zona del euro tampoco invita precisamente a que la libra esterlina, o cualquier otra moneda de la UE que no pertenezca a la unión monetaria ingrese en ella. La errática política monetaria del Banco Central Europeo, influida muchas veces por decisiones políticas, y el incumplimiento del Pacto de Estabilidad por parte de los dos principales países del euro, Francia y Alemania, ponen los pelos de punta a cualquier Gobierno mínimamente serio en política económica porque sus consecuencias sobre el tipo de cambio y las finanzas ahuyentan a los inversores. Y el Reino Unido tiene un negocio financiero de primera magnitud mundial. La crisis económica alemana, además, puede arrastrar consigo, como ya está haciendo con Austria y, sobre todo, Holanda, al resto de estados miembros de la zona del euro, ya que la moneda única los vincula todavía más al compartir la misma política monetaria y al forzar la sincronización de los ciclos económicos.

Con todas estas coordenadas, es lógico que el Gobierno de Tony Blair se lo piense dos veces antes de convocar el referéndum del euro. Como siempre en el Reino Unido, triunfa el pragmatismo frente a cualquier otra consideración y, desde luego, frente a las utopías continentales que tanto daño están haciendo.


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