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Ricardo Medina Macías

Para lo que no sirven los impuestos

Usar los impuestos para redistribuir el ingreso, en un arrogante afán justiciero, es cómo usar un picahielos para lavarse los dientes.

Cualquier economista competente sabe que los impuestos no sirven para redistribuir el ingreso. En todo caso, las tasas diferenciadas en los impuestos al consumo y las tasas progresivas en los impuestos al ingreso sirven para quitarle más a los que menos tienen.

Desde luego, la intención de quienes crearon esos mecanismos presuntamente progresivos (tasas diferenciadas en el consumo y escalonadas de acuerdo al monto de la renta) era aparentemente noble: quitarle al rico para darle al pobre. Pero terminó logrando exactamente lo contrario.

Si las tasas diferenciadas y progresivas, así como los tratos excepcionales fueran eficaces para tal fin (redistribuir el ingreso de los ricos hacia los pobres), México sería el país con menores diferencias de ingreso. Es al revés: las diferencias son abismales.

La razón de esta paradoja perversa es profunda y sencilla a la vez. Se llama arrogancia y es el pecado más frecuente de los legisladores y de los creadores de políticas públicas que olvidan dos cosas: que no son dioses y que el primer deber del Estado es garantizar la igualdad jurídica, no destrozarla en nombre de una imposible –e indeseable– igualdad en los resultados.

Este es el sustrato filosófico que debe animar permanentemente a quienes diseñan una reforma fiscal; apenas se pierde de vista aparece, embozado, el uso de la ley para beneficio de grupos de interés y en perjuicio de los demás.

Resulta curioso que los mismos “progresistas” que promueven el uso de los impuestos para redistribuir el ingreso, no caigan en la cuenta que promueven a la vez terribles discriminaciones. Ellos, los presuntos paladines de la igualdad.

En México tenemos multitud de ejemplos de estas aberrantes discriminaciones tributarias. Recientemente, la Suprema Corte de Justicia desactivó una de las más obvias: las exenciones fiscales que beneficiaban a la burocracia en detrimento del resto de los mexicanos. Pero persisten decenas de casos, desde los burdos hasta los rebuscados.

Algún arrogante legislador decidió, apoyado en una moralina barata, que quien consume tequila debe ser castigado con una tasa mucho más alta que quien consume cerveza. Otro arrogante jugó a Dios y pensó que escribir es una actividad más noble que construir casas o que curar enfermos o que destapar cañerías. El de más allá soñó que igualaría los ingresos del más rico con los de su chofer con las dichosas tasas progresivas en el impuesto sobre la renta. Alguien más se sintió Prometeo robándole el fuego a los dioses poniéndole tasa cero de IVA a los alimentos, sin reparar que en números absolutos quienes más se benefician de esa exención son quienes más gastan: los ricos.

No son errores casuales o azarosos debidos a una inusual incompetencia o maldad. Son errores radicales –de raíz– porque la raíz es la misma: la arrogancia del igualitarismo salvaje que pretende imponerse desde el Olimpo.

Ricardo Medina Macías es analista político mexicano.

© AIPE

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