Parte o fracción de una sociedad, a la cual su común interés identifica, tal es el sentido originario del término partido en la lengua que lo codifica como categoría política: el francés de principios del siglo XIX. Fuera del interés material compartido, no hay configuración de fracción social específica. De esa comunidad de intereses da razón la democracia censitaria: en ella, el representante lo es, no de sujetos o individuos, perfectamente irreductibles entre sí, sino de rentas sociales homologables. La identificación representativa entre partido y base social es inmediata en esas democracias censitarias: en ellas, en rigor, partido y base social son sinónimos.
La universalización del voto –muy reciente, no lo olvidemos, tanto como para que, en la mayor parte de la Europa democrática, tenga muy poco más de medio siglo– plantea problemas de complejidad muy diferente. Si, en las instancias representativas, los electos dan razón, no de sus intereses materiales de grupo determinado, sino de los globales de la universalidad de ciudadanos, cuyos intereses son, no sólo distintos, sino contrapuestos, ¿a quién representa el representante (individuo o partido), además de a sus muy específico intereses? La pregunta no es retórica. Y toda la Europa de final del siglo XX e inicio del XXI sabe que ése es el dilema mayor al cual se halla confrontado su futuro político.
Cualquiera que cobre un sueldo representa a aquel que se lo paga. Pero, se dirá un tanto ingenuamente, el sueldo de los electos lo paga el Estado: teóricamente, pues, el centralizador y redistribuidor del dinero que se impone pagar a la universalidad de la clase ciudadana. Le pagan todos, concluye. Un tanto ingenuamente. Porque, para ser elegido, en cualquier instancia representativa de las sociedades modernas, se exige una inversión en publicidad política desmesuradamente más cara de lo que los fondos institucionales más las cuotas de los afiliados pueden atesorar. Paga, pues, al electo aquel que paga los fondos mediante los cuales puede poner en pie carísimas estructuras funcionariales de partido y desplegar campañas de contabilidad imposible. Sin ellas, jamás alcanzará un escaño de nada.
¿Por qué alguien pagaría eso? No hay misterio. Al menos, en las sociedades de mercado. Se paga a cambio de algo. Que, en términos de valor, debe ser equivalente. Pagan aquellos que, poseyendo dinero suficiente, estén necesitados de la futura benevolencia del electo. Lo demás es sólo pésima retórica.
Todo Estado moderno lo sabe. Y sabe que lo único que puede, en rigor, hacer frente a eso, es controlar legalmente los procedimientos mediante los cuales una operación mercantil puede, a partir de un cierto punto, trastrocarse en una transgresión delictiva. La corrupción es el mercado sustraído a ley.
Muchas son las mecánicas que permiten ese tránsito. Más, probablemente, de las que sabemos aún enunciar y de las que prevé la ley. En lo que a las instancias más elementales de la representación concierne, –municipales y autonómicas– una de ellas ha sido, en España, prioritaria desde el inicio de la democracia: la construcción. La propiedad inmobiliaria ha sido el refugio favorito del pequeño y mediano ahorro en España. El rechazo de Tribunal Constitucional a la plena liberalización del suelo ha convertido la arbitraria calificación de terreno por ayuntamientos y comunidades en el más vertiginoso de los negocios. Y no hay partido político que no sepa en España que sus finanzas dependen de lo que venga a tocarle en el reparto de esa fantástica –y arbitraria– fuente de riqueza.
Podemos jugar todos a los hipócritas y escandalizarnos lo que nos dé la gana. Todos sabemos –los partidos los primeros– que, en España, y mientras ese límite legal siga vigente, los partidos representan, en primer lugar, a las grandes inmobiliarias. Todos.
En España
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