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Luis Hernández Arroyo

Las consecuencias del euro

Las noticias económicas de Alemania son demoledoras: una posible contracción del PIB este año y, si hay suerte, un modesto crecimiento el que viene. Pero eso no es lo peor. El instituto DIW, elaborador de las previsiones, dice además que el mayor riesgo es el de deflación, proceso que no debe tomarse a la ligera, pues ha devastado a la economía japonesa en los últimos 10 años. Las causas de tal marasmo pueden resumirse en una expresión: “mala administración política”; pero bajo tal etiqueta cabe desde: A –una catastrófica unificación (sobre todo monetaria) con Alemania del Este– a B –un tipo de cambio sobrevalorado al entrar en la UME–, pasando por C –unas estructuras cada vez menos competitivas a las que sucesivos gobiernos de derechas e izquierdas han sido incapaces de reformar. Es decir, son varios años de errores encadenados los que han traído la situación actual.

Algunos economistas se sienten tentados a quedarse en C como única causa de los problemas, y por ello recetar como única solución de los mismos un buen programa de reformas institucionales orientadas a restablecer una flexibilidad de mercados. Esto supone reducir todo a un problema de precios relativos y desdeñar el del nivel de precios, que se supone se solucionaría por sí solo vía funcionamiento de los mercados. Pero existen varios y elocuentes ejemplos históricos de que los desajustes en el nivel de precios, sea por inflación, sea por deflación, originan severas distorsiones en los precios relativos, y que la flexibilidad de los mercados no es suficiente para corregirlas, por la sencilla razón de que los mercados de bienes, de trabajo y de capital no se ajustan a la misma velocidad. Si es generalmente admitido que una inflación distorsiona los precios y salarios y la relación acreedores y deudores, ¿por qué no se admite que una deflación puede producir distorsiones de otro signo pero igual o más graves que la inflación?

Tras el excesivamente sobrevalorado cambio al que el marco alemán entró en el euro, puede verse la deflación alemana como un intento de recuperar la perdida competencia internacional; el problema es que esa vía de ajuste es un camino largo, muy costoso y de resultado incierto: genera expectativas acumuladas de futuras bajadas de precios y supone –al contrario que la inflación– una reasignación de riqueza de deudores a acreedores, con las consecuencias que ello conlleva. Una hipotética depreciación de la moneda permitiría un ajuste más rápido y mucho menos doloroso: se alinearían rápidamente precios internos y externos; pero ello lo impide el euro. Naturalmente, esa depreciación cambiaria sólo sería posible mediante una política monetaria expansiva, la cual ayudaría a erradicar las expectativas (de efectos perversos) de caídas en el nivel de precios y a evitar el problema de la reasignación de riqueza de deudores a acreedores. Pero ello tampoco es posible, pues no hay autonomía monetaria.

Por razones que hasta hace pocos años eran inimaginables, Alemania se encuentra en la imposibilidad de recuperar un nivel aceptable de competitividad si no es por la vía de una dolorosa deflación, sin garantía alguna de que esa vía no genere más problemas que soluciones. Alemania tiene, aparte del problema estructural, que nadie discute, un problema monetario, ante el que se encuentra maniatada.

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