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EDITORIAL

Irak, cinco meses después

El 20 de marzo, hace ya cinco meses, daba comienzo la operación “Libertad Iraquí”, que en apenas tres semanas puso fin a uno de las dictaduras más crueles y sanguinarias del siglo XX. No se cumplieron los siniestros vaticinios de los agoreros –algunos imbuidos de sincero temor y preocupación, la mayoría inflamados con la macabra esperanza de ver a EEUU y sus aliados en serios aprietos– que predecían gigantescas catástrofes humanas (centenares de miles de muertos y millones de refugiados) o nuevos Vietnam. De hecho, la guerra fue tan corta y tan relativamente incruenta que dejó inédita la mayor parte del calendario de agitación de masas que la extrema izquierda internacional tenía preparado. Y a más de un medio de comunicación sin causa que defender –no precisamente la de la Coalición– y sin cadáveres que exhibir en portadas y telediarios.

Quizá por el rotundo éxito militar de EEUU y Gran Bretaña, casi todo el mundo esperaba que la pacificación definitiva de Irak, la restauración del orden, las tareas de reconstrucción, la vuelta a una normalidad de la que los iraquíes no han disfrutado desde hace casi veinticinco años, e incluso el establecimiento de una democracia representativa, iban a ser cosa de unos pocos meses. Y, asimismo, que la localización de las armas de destrucción masiva que Sadam tuvo tiempo de esconder en los rincones más remotos de Irak durante doce años iba a ser poco menos que inmediata. Muchos lo esperaban de buena fe, pero no pocos –los mismos que se quedaron ayunos de movilizaciones y de portadas– ahora lo exigen con la misma mala fe con que profetizaron masacres y vietnamizaciones.

En Alemania, un país cultural y étnicamente homogéneo, con la población mejor educada de Europa (y quizá del mundo) y donde el respeto por el orden y la autoridad es reverencial, llevó cinco largos años la desnazificación y la creación del primer gobierno democrático, y sólo en el lado occidental. La plena reconstrucción, aun a pesar de que Alemania era la principal potencia industrial del mundo tras EEUU, duró casi una década. En el lado oriental, y atendiendo sólo a los aspectos materiales, duró muchísimo más por razones evidentes. Por ello, en Irak, un país que no es homogéneo ni cultural ni étnicamente, arruinado y diezmado por las guerras de Sadam, que ha sido testigo y víctima de genocidios y de cruentas represiones, que nunca ha disfrutado de los beneficios de una verdadera democracia y en el que durante veinticinco años la única ley ha sido la voluntad de Sadam y sus esbirros, esperar que en tan sólo unos pocos meses lleguen el orden, el imperio de la ley, la tolerancia y la democracia, más que pecar de ilusión es hacer profesión de mala fe. Para comprobarlo, basta remitirse a la experiencia de la ex Yugoslavia, donde las fuerzas bajo mandato de la ONU todavía son necesarias para garantizar la paz y el orden.

Con todo, es preciso señalar que las fuerzas norteamericanas y británicas en Irak de momento no han tenido tanto éxito como en el campo de batalla a la hora de imponer y defender el orden de los atentados terroristas contra militares o de los sabotajes contra instalaciones civiles. Por desgracia, no escasean los que nada tienen que ganar y mucho que perder con un Irak democrático, plural y próspero que se esfuerza por reconstruirse y volver a la normalidad: los partidarios de Sadam –que escondieron armas y municiones cuando la caída del régimen era ya inevitable– y los terroristas islámicos, bien los de Al Qaeda o bien los pro-iraníes.

Quizá haya llegado la hora de empezar a sustituir algunas unidades de blindados y de infantería por personal especializado en labores policiales y en la lucha antiterrorista –como la Guardia Civil– que después pueda entrenar a los iraquíes en esas labores de las que, tarde o temprano, tendrán que ocuparse ellos mismos; y cuanto antes, mejor. En cualquier país del mundo, la presencia en todas partes de tropas extranjeras, por muy benignos que sean los fines, acaba provocando rechazo y malestar entre la población. Para los chiítas, y aunque objetivamente ello sea prueba de mala memoria o de ingratitud por la libertad recobrada, lo cierto es que norteamericanos y británicos sólo son un mal ligeramente menor al de Sadam. Y los terroristas saben que su única oportunidad es exacerbar ese sentimiento provocando una sensación de caos.


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