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El hostil recibimiento dispensado por los trabajadores de empresas contratistas de Repsol YPF a los líderes sindicales tras la tragedia de Puertollano ha abierto el debate sobre la subcontratación, práctica que no debería confundirse con la externalización, por mucho que los términos parezcan sinónimos. La externalización es una imparable tendencia de la gestión estratégica basada, eso sí, en subcontratar actividades y procesos, pero que se distingue por perseguir la excelencia mediante la concentración de los recursos de la empresa en las actividades que crean valor.

Su implantación puede arrancar de la oportunidad de reducir costes o, más exactamente, de convertir ciertos costes fijos en variables, que es lo que inmediatamente ocurre cuando una empresa descarga en otra la gestión de algún proceso. Esto no tiene por qué ir acompañado de una fraudulenta dejación de responsabilidades, por mucho que, como sabemos, a menudo se persigue un mero traslado de riesgos que desemboca en la inadecuada protección de los derechos de los trabajadores, vinculados laboralmente a sociedades que, llegado el caso, no pueden responder.

No es cierto que la reducción de costes sólo pueda lograrse con una menor protección del trabajador. Y desde luego no es este el sentido estratégico del outsourcing. La gran ventaja de la externalización es que asigna los recursos del sistema entero de forma más eficiente, al permitir que las empresas se dediquen a sus actividades centrales, su razón de ser. Los procesos externalizables no crean valor en la empresa que subcontrata porque no están ligados a sus competencias distintivas. Pero sí lo crean en otras empresas que tienen dichos procesos como área de especialidad. Barrer y fregar no crea valor en una compañía de seguros o en una gran superficie, pero sí en una empresa de limpieza.

Algunas actividades han sido tradicionalmente subcontratadas, como los servicios jurídicos o el mantenimiento de los sistemas de información. Pero hoy el abanico de actividades externalizadas alcanza la administración de nóminas, la atención telefónica y demás servicios al cliente, la logística, la formación y muchas otras, incluyendo la gestión entera de los sistemas informáticos.

Cuando el trabajador no tiene sus derechos lo bastante protegidos, la responsabilidad puede y debe alcanzar a la empresa externalizadora, que tendría que condicionar las contratas al escrupuloso cumplimiento de la legalidad. Que algunas empresas no lo hagan es una perversión del verdadero espíritu de la externalización, herramienta ineludible en un entorno global regido por dos exigencias que a los empresarios del viejo paradigma se les antojan contradictorias: mantener precios competitivos y aumentar sin cesar la calidad.

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