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Federico Jiménez Losantos

El año heroico de Álvaro Uribe

La situación de Iberoamérica en el verano del 2002 ofrecía un aspecto absolutamente ruinoso: las libertades (donde las había), en retroceso; la prosperidad, en barbecho y sin perspectivas de siembra; y las instituciones, más cerca de la maldición que de la protección creadora de la actividad social. Pues bien, un año después puede asegurarse sin temor a error o exageración que la situación ha empeorado notablemente, lo que sin ser un logro resultaba ya ciertamente difícil.

En los países grandes, México ha visto cómo las necesarias reformas se perdían en el humo del centrismo confortable (para el que manda) y la política exterior tradicional del PRI, entre bífida y anfibia, contra los USA y menos contra Castro, se ha mantenido, con episodios de sordidez dignos de Echevarría, así en la guerra de Irak. Pero lo esencial, el cambio de las instituciones corrompidas, autoritarias e intervencionistas, brilla por su ausencia. Peor aún, tras el período de Fox se dibuja ante los mexicanos una perspectiva poco apasionante: elegir entre el PRI y la señora de Fox, que ya ha manifestado abiertamente sus aspiraciones. Nada nuevo en Iberoamérica, evidentemente, y de ahí la pena que produce.

Brasil ha tenido mucha suerte con el argentino Kirchner, porque ha hecho bueno a Lula, que evidentemente no lo es. El análisis de Juan Velarde en ABC sobre la auténtica realidad de la economía brasileña tras la primera temporada lulana o lulera no deja lugar a dudas. Todo va mal. Sólo si se compara con Argentina va sólo regular. Pero lo malo no es que la coyuntura económica sea mala, no, sino que la política de los respectivos gobiernos impide en la práctica que llegue a ser buena.

También las desdichas de México son menores comparadas con las perspectivas de Centroamérica, particularmente Guatemala con Ríos Montt en el horizonte, y para compensar la violencia fascistoide, la marxista de toda la vida: el FMLN en El Salvador y los sandinistas en Nicaragua viven también días de esperanza electoral, para sus países de desolación, porque los totalitarios manchados de sangre no vuelven por sí mismos sino a lomos de la ineficacia de gobiernos vagamente conservadores, encaramados al cerro de basura de la corrupción.

Un símbolo que lo significa casi todo ha sido la invitación estelar del asesino Castro a la toma de posesión del nuevo presidente de Paraguay. Confundirlo con Uruguay en su discurso es lo menos que merecía el anfitrión. Todo lo de Cuba es cada vez peor y le va cada vez mejor al Monstruo de Birán. Símbolo grotesco de un fracaso generalizado.

Sólo una excepción: Colombia. El país todavía con más asesinos y con más víctimas de toda América, y seguramente del mundo, ha cumplido su primer año de Gobierno Uribe con un saldo que sería injusto denominar positivo, porque en realidad linda con lo milagroso y se instala a diario en lo heroico. Ya hemos perdido la cuenta de los atentados fallidos, pero ni una sola palabra de Uribe en este año ha ido en contra de su programa, de sus principios y de la libertad necesaria y deseable para Colombia, sólo posible si llega a ganarle la guerra a sus feroces narcoguerrillas. En el páramo de liderazgo y en la ciénaga de la corrupción, la excepción colombiana es el único y flaco consuelo del panorama iberoamericano. Porque no hay un líder similar en América y porque luchan contra todo y contra casi todos en defensa de la dignidad de su país y de todos los países. Colombia merece una guerra, pero no la que padece sino la de todos los países ayudando a Uribe a terminar la suya. En todo caso, él se niega a perderla. Sólo por ello merece nuestro aplauso sincero y nuestro apoyo entusiasta. El pueblo de Colombia, que lo respalda en las encuestas, parece pensar lo mismo. Y hay mucha dignidad y todo el afán de libertad del mundo en esa frágil pero irrenunciable esperanza.

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