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Los que en su día criticamos la fórmula elegida por Aznar para designar el candidato del PP a sucederle en el inquilinato de la Moncloa debemos reconocer dos cosas: la primera, que, aunque repugne a la deseable democracia interna de los partidos –esa maravillosa entelequia consagrada por la Constitución-, el alarde dedocrático sólo ha producido en el PP una indudable parálisis de las ambiciones legítimas y de las que lo son menos, pero ha mantenido la escalofriante disciplina de la lista electoral y de la nómina, amén de la lealtad ideológica que los enemigos del PP tanto facilitan; y la segunda, que el momento elegido para anunciar el nombre del teófilo ha sido, en virtud de su aceleración, tan sorprendente como, si bien se piensa, razonable. Por supuesto que el PP –y no digamos España- podía aguantar un mes más de espera, pero las existencias de ansiolíticos en el mercado no son inagotables y es conveniente que la gran incógnita del año político quedase despejada lo más rápido que permitían las circunstancias, que como se reducían a la sola voluntad de Aznar podía ser velocísima, casi instantánea. En ese sentido, cuanto antes, mejor.

Naturalmente, este último gesto de Aznar tan teatral como innecesario se valorará en el futuro en función de sus resultados, es decir, el acierto en el designado y su éxito en las elecciones generales. Lo primero, relativamente subjetivo, porque todos tenemos nuestra preferencias o nuestras aversiones; lo segundo, bastante objetivo, porque en marzo sabremos quién se muda a La Moncloa y a qué partido pertenece. Si es el PP, casi todos alabarán la perspicacia y sangre fría de Aznar. Si es del PSOE, se va a acordar de la faraónica voluntad del líder de la derecha española hasta el último militante y hasta el penúltimo votante del Partido Popular. Diez millones de españoles, según el último censo fiable.

Hubiéramos deseado otra fórmula, pero hemos llegado a ésta. Nos queda desear que el acierto acompañe la tremenda responsabilidad que Aznar echa sobre sus hombros. Lamentamos no haberla compartido en la modesta medida que como ciudadanos nos corresponde, pero el balance indudablemente positivo de los años de Aznar no aconsejan la mezquindad en la despedida, sino la generosidad o simplemente la justicia para quien ha sabido renunciar al Poder, aunque reservándose su ejercicio hasta el último minuto, y puede pasar a la historia como uno de los mejores presidentes del Gobierno de toda la Historia de España.

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