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Lucrecio

Romper la inercia

A la larga, no son los contenidos los que definen el destino histórico de un gobernante. Son las formas. Porque forma es el Estado, a cuya sola administración atañe su tarea. Y porque, al fin, en esa red de formas reguladas se decide lo único que al ciudadano importa: la garantía plena de su independencia respecto del Estado mismo.

La ausencia de tradiciones parlamentarias arraigadas en la España de los últimos dos siglos ha generado, desde 1978, una práctica de gobierno estrictamente inversa. Estado democrático, en el sentido más fuerte del término, es aquel que sabe que su fortalecimiento pasa por el metódico y permanente recorte de sus excesos de poder sobre los ciudadanos. Y que eso exige, como condición primera, la limitación de las prerrogativas inmensas de aquellos que ejercen el mando. Sin eso, todo lo demás –y, ante todo, el ejercicio electoral mismo– queda en poco más que una liturgia, cuando no en una vulgar coartada.

No valoré gran cosa a Aznar cuando formó su primer gobierno. Me parecía intelectualmente casi nulo. No me impedía eso alegrarme de su victoria. González era algo mucho peor que un ignorante y un mal político; era la quintaesencia de todo cuanto me es moralmente odioso. Aún hoy, pienso que el daño infligido por los gobiernos GAL-Filesa a este país no curará en muchas décadas: fue la consagración, perfectamente desalmada, del más cínico “todo vale” que haya conocido la política europea de después del nazismo. La continuidad de semejante gente en el poder hubiera acarreado algo mucho peor que la pérdida de la democracia –ya, por entonces, poco más que decorativa–; la definitiva extinción de cualquier recuerdo de ética ciudadana. La inmoralidad de aquellos años en que crimen y robo eran trivialidades menores e impunibles, escalofría sólo con recordarla.

Pasados casi ocho años debo reconocer mi error. La insignificancia de Aznar era sólo aparente. No hablo ahora siquiera de la drástica reducción de la corrupción pública y la desaparición total del crimen de Estado; parece lo normal, lo es en casi toda la Europa civilizada, aunque, sin embargo, aquí haya costado lograrlo más que esfuerzo. Hablo de algo más elemental, si se quiere. Y por ello aún más importante.

Desde la muerte del General Franco, todos –digo todos– los poderosos españoles han aplicado, unánimes, su principio programático: perpetuarse. A uno lo echó un golpe de Estado sólo a medias corregido. El otro soñó haber edificado el PRI (SA) y a punto estuvo de conseguirlo. Cuando el señor bajito del bigote aseguró que él sólo iba a quedarse durante dos legislaturas, no se lo creyó nadie.

Lo ha hecho. Y da exactamente igual que a mí me guste o no lo que ha sido su política diaria. Aznar dejará algo en la historia española: su renuncia al poder. La primera plenamente voluntaria en nuestra edad moderna. Ha roto la más pesada inercia política de la España moderna: el deseo de eternidad. Lo demás, frente a eso, es secundario. Negarle tal mérito sería peor que mezquino. Necio.


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