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EDITORIAL

Arafat nunca quiso la paz

Tras una dilatada y acreditada carrera como terrorista –“inventó” el secuestro de aviones, saltó a la “fama” con la matanza de atletas israelíes en las olimpiadas de Munich y causó la ruina de El Líbano, antes conocido como la “Suiza de Oriente Medio”–, Arafat podría haberse retirado en dos ocasiones casi en olor de santidad internacional –sobre todo europea–, con el premio Nobel de la Paz en el bolsillo y convertido en un respetable jefe de Estado. La primera fue en el verano de 2000, si hubiera aceptado la muy generosa oferta de Ehud Barak –como le recomendaron Mazen y Dahlan–, en el marco de los acuerdos de paz de Oslo. Sin embargo, mientras aparentaba negociar la paz en EEUU bajo la tutela de Clinton –quien deseaba pasar a la historia como el pacificador de Oriente Medio–, Arafat estaba preparando concienzudamente la intifada de Al Aqsa y nuevas oleadas de atentados terroristas, que lanzó con el fútil y falso pretexto de la famosa visita de Sharon a la explanada de las mezquitas.

La segunda ocasión, tras la II guerra del Golfo, era la Hoja de Ruta. Dada la probada mala fe de Arafat, era lógico que Sharon no quisiera negociar con él absolutamente nada; un aspecto en el que el cuarteto de Madrid estaba de acuerdo. Muy a pesar de Arafat, la responsabilidad de llevar a cabo las negociaciones de paz recayó en Abu Mazen, también veterano terrorista; aunque plenamente consciente de que, como ya advirtió en su momento, la oferta de Barak era el máximo que podía obtenerse de Israel. A cambio, lógicamente, de que el nuevo gobierno de la Autoridad Nacional Palestina se responsabilizara de combatir a Hamas, a la Yihad Islámica y... también a los “mártires” de Al Aqsa, subsidiaria de Al Fatah, la organización de Arafat. Y a tal fin, obviamente, era preciso disponer del control absoluto sobre las fuerzas de seguridad palestinas. El rais, que ha seguido ocupando el cargo de presidente de la ANP, en ningún momento ha tenido intención de ceder ese control a Abu Mazen y ocupar su lugar en la hornacina como “héroe” legendario y presidente simbólico. Como buen totalitario y terrorista, Arafat sabe perfectamente que el poder absoluto nace en la boca del fusil, y en ningún momento ha estado dispuesto a abandonarlo.

Puede decirse que la dimisión de Mazen –forzada por Arafat, que le ha hecho la vida imposible y que ha contribuido a las masacres de Hamas y la Yihad con su propia organización–, quien estaba dispuesto a consolidar la ANP combatiendo a las organizaciones terroristas que utilizan Cisjordania y Gaza como santuarios, desgraciadamente marca el fracaso de la Hoja de Ruta como itinerario hacia una paz estable y definitiva. Arafat quiere seguir ejerciendo su corrupta y sangrienta dictadura, manteniendo al pueblo palestino en la miseria y la desesperanza, como rehén de su megalomanía y de su odio hacia los judíos –jamás ha renunciado a su proyecto original de echarlos al mar–, hasta el fin de sus días.

Es hora, pues, de que la comunidad internacional, especialmente la Unión Europea, deje de considerar a Arafat como parte de la solución al conflicto para señalarlo como el principal obstáculo para la paz. A tal fin, sería muy acertado y conveniente que el Cuarteto –EEUU, Gran Bretaña, UE y Rusia–, garante del buen fin de la Hoja de Ruta, exhortara al rais a abandonar definitivamente la política activa –si es que al terrorismo puede dársele tal nombre– para emprender el camino de la jubilación y del exilio y dejar sitio a quienes realmente desean una paz justa y duradera. Y para convencerlo, nada mejor que suspender todo apoyo a su régimen, que ha canalizado las generosas ayudas de la Unión Europea hacia el enriquecimiento personal del rais, hacia la educación de los niños palestinos en el odio a los judíos, hacia la formación de una guardia pretoriana personal y, como no, también hacia la financiación de los atentados suicidas. Arafat ya no sirve ni como símbolo, pues ha demostrado que no se resigna a representar el papel de pacífico santón laureado al que se aclama los días de fiesta. Después de casi cuarenta años de guerras y de crímenes, Arafat ni sabe ni quiere hacer otra cosa.


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