Menú
EDITORIAL

11-S, dos años después

La tragedia de las torres gemelas ha servido en estos dos años de test para comprobar hasta qué niveles pueden llegar el odio, la incomprensión y la falta de humanidad de muchísimos intelectuales, políticos y periodistas de todo el mundo que han hecho oficio de la diatriba y de la difamación contra los EEUU. El ya famoso titular de El País del 12 de septiembre de 2001 –“El mundo en vilo a la espera de las represalias de EEUU” sirvió de ejemplo y modelo a toda una antología de la infamia antiamericana que justifica –cuando no aplaude– las masacres perpetradas por Ben Laden y su camarilla de fanáticos asesinos. Desde el falso tópico de “es la consecuencia lógica de no ayudar a los países pobres, la miseria produce terroristas”, pasando por el “se lo merecían por prepotentes, imperialistas y capitalistas” hasta el grado máximo de retorcimiento –“fueron Bush y la CIA quienes organizaron los atentados para tener un pretexto que les permitiera llevar a cabo sus guerras para dominar el mundo”–, un antiamericanismo visceral y patológico –combinado con un resurgimiento del antisemitismo– ha recorrido el mundo, especialmente en Francia y Alemania, que tanto deben a EEUU. Y precisamente cuando los estadounidenses más necesitados estaban de comprensión y apoyo moral.

Hasta tal punto llega la ceguera antiamericana en los creadores de opinión, que la solución que proponen muchos de ellos al desafío que los terroristas han lanzado contra la civilización occidental es atender puntualmente las demandas de los asesinos, que toman como pretexto de su barbarie anticivilización el conflicto israelo-palestino. Quieren poco menos que los estadounidenses permanezcan callados y cruzados de brazos, y que pidan perdón a los asesinos por ser un país próspero y una sociedad abierta, donde los valores supremos son la libertad y el respeto a la vida. Exactamente lo mismo que exigen a los israelíes, quienes, por cierto, llevan varias décadas luchando contra el mismo enemigo al que hoy se enfrenta el mundo libre rodeados de la incomprensión, el desprecio y el odio de casi todos.

La guerra contra el terrorismo –que ya ha cosechado sus primeros éxitos en Afganistán e Irak, destruyendo dos atroces regímenes que promovían el terrorismo o colaboraban activamente con él– es un imperativo moral, tanto por el más elemental sentido de la justicia como por la necesidad de preservar al mundo de la misma barbarie que hoy azota a Israel. La falacia de que no es posible declarar la guerra al terrorismo porque las guerras se declaran y se luchan entre estados, no es más que una treta dialéctica para confundir a la opinión pública. Es evidente que los terroristas necesitan santuarios –Francia, para su vergüenza, lo fue durante muchísimos años en relación con ETA–, y que es precisamente en esos santuarios –como Afganistán e Irak– donde hay que librar las batallas. Pero, como dijo George Bush hace dos años, la guerra contra el terrorismo será larga y difícil: sólo podrá darse por terminada cuando los terroristas no encuentren ni un solo lugar donde esconderse y planear sus masacres. Mientras tanto, los ciudadanos honrados y de buena fe no pueden menos que alegrarse de que sea EEUU y no la mezquina Europa –tan acostumbrada a bailar el agua a Arafat y a otros como él– quien lidere la lucha contra el terrorismo. Las alternativas son, sencillamente, desoladoras.


En Internacional

    0
    comentarios