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Guillermo Rodríguez

Virus benignos

Cuando uno adquiere un coche, espera que el volante esté en su sitio, los frenos funcionen y el intermitente parpadee cuando lo activas. Es lógico. Lo desconcertante es que nada más comprarlo te llamen del concesionario para comunicarte que, además de encontrar errores en esos componentes, tendrás que pasarte cada mes por el taller para arreglar los daños que vayan surgiendo. Aunque te adviertan de que las reparaciones serán gratuitas, la molestia que comporta acudir al taller ya te hace maldecir la hora en la que compraste el vehículo.

Lo que unas veces nos saca de quicio, otras lo asumimos sin rechistar, como si fuera algo normal a lo que no queda más remedio que habituarse. En los últimos años, hablar de Microsoft es sinónimo de agujeros. En clara competencia con los quesos de Gruyère, una semana sí y otra también se detectan fallos de seguridad en Windows, símbolo inequívoco de que Microsoft nos ha vendido un sistema operativo lleno de deficiencias.

Si en el caso del coche cualquiera iría propagando a los cuatro vientos los errores de la compañía, en el de Windows las críticas se atemperan hasta llegar en muchas ocasiones a desaparecer. Esa pasividad se debe, fundamentalmente, a que el usuario tiene pocas más opciones que no sea el sistema operativo de Microsoft. Instalado en el 95% de los ordenadores del mundo, trabajar sin Windows viene a ser como no tener teléfono móvil. Puedes prescindir de él y llamar desde una cabina pública, pero nadie lo hace. Por lo mismo, el usuario puede cambiarse a Linux, pero pocos toman esa decisión.

Las contradicciones humanas tienen su reflejo en la economía. Los múltiples errores de Microsoft no reciben la correspondiente penalización en Bolsa. Más bien sucede todo lo contrario. La empresa con sede en Redmond sale al paso de la tempestades con la cabeza airosa, consiguiendo incluso que sus acciones se intercambien en el parqué como si fueran cromos.

Esta semana, Microsoft ha vuelto a hacer bueno el dicho de que no hay mal que por bien no venga. El miércoles anunció que había descubierto otro agujero crítico en su sistema operativo, similar al dañino Blaster. Ese mismo día, las acciones de Microsoft subían en Bolsa. Nada nuevo: desde que el pasado 11 de agosto Blaster se presentó en sociedad sin pedir permiso, los títulos de la empresa de Bill Gates se han revalorizado un 11%.

La permisividad de los accionistas es, hasta cierto punto, comprensible. Aunque Microsoft no sea muy ducho en la prevención de fallos, sí es eficaz a la hora de aplicar la cura. Aparece un virus y ese mismo día saca el parche que evita males mayores. Y eso genera confianza entre los accionistas. De igual forma, le favorece el hecho de ostentar posición de dominio en el sector de los sistemas operativos. Pareciera que incluso a los inversores les gustara que atacaran a su compañía porque es el reflejo más palpable de que los hackers maliciosos sólo actúan contra los grandes.

Los accionistas de Microsoft viven felices comprando y vendiendo sus títulos. Les importa el hoy, no el mañana. Por eso no reparan en que los errores actuales pueden terminar siendo problemas en el futuro. Hasta el momento, los usuarios sólo se quejan, pero puede ser que dentro de unos años se unan para denunciar los desperfectos de la compañía. Será entonces cuando se den cuenta de que han vivido al margen de la realidad y de sus clientes durante muchos años.


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