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Ronald Bailey

Cancún y los mitos globalifóbicos

“Vidas, no patentes” es uno de los lemas que gritan los globalifóbicos aquí en Cancún, durante la conferencia de la OMC. Forma parte de la feroz lucha contra los derechos de propiedad intelectual. ¿Quién tiene derecho a fabricar medicinas y a producir alimentos genéticamente mejorados? Esas son dos de las grandes confrontaciones.

“Hay que prohibir las patentes sobre formas de vida para preservar la biodiversidad, la seguridad alimenticia y los derecho de los indígenas del dominio corporativo sobre los recursos genéticos”, declara un grupo de parlamentarios verdes y socialistas, durante una conferencia de prensa.

Activistas del Global Access Project irrumpieron por los pasillos del centro de convenciones, exigiendo "medicinas para todas las naciones". El estadounidense Andrew Kimbrell, director del Center for Technology Assesment, denunció las patentes llamándolas “biocolonialismo”. El activista de la India Mira Shiva se reclama: “¿Por qué los pobres tienen que sufrir y morir si existen medicinas que salvan vidas?”

Todo el mundo comprende la importancia de los derechos de propiedad que protegen nuestras casas y automóviles. Las cercas protegen los terrenos y las cerraduras nuestras pertenencias. Pero la propiedad intelectual no puede ser protegida con candados ni cercados. Una vez que un laboratorio farmacéutico ha desarrollado una nueva y efectiva medicina, otros la pueden copiar fácilmente. Eso significa que quien le dedica tiempo, esfuerzo y dinero para ofrecer un nuevo medicamento no sería compensado por su trabajo ni podrá recuperar su inversión. Las patentes aportan el incentivo necesario para que haya descubrimientos y se ofrezcan nuevos productos que salvarán vidas.

Las patentes son monopolios temporales que normalmente duran 20 años. Para lograr patentar un producto, el inventor debe mostrar cómo lo hizo, para que otros lo puedan hacer también, una vez vencida la patente. Son el incentivo esencial para que se inventen nuevos procedimientos y nuevos productos. Prueba de ello es que casi todos los productos que utilizamos a diario estuvieron alguna vez patentados. De no ser así, no gozáramos hoy de ellos.

Es probable que a corto plazo los pobres del mundo se beneficien de la eliminación de las patentes, pero a mediano y largo plazo todos saldríamos perdiendo porque se paralizarían totalmente las investigaciones y el desarrollo de nuevos medicamentos milagrosos.

El costo de las investigaciones científicas en las nuevas medicinas contra el sida fue inmenso. La realidad es que producir la primera pastilla costó alrededor de 500 millones de dólares y producir la segunda cuesta 5 centavos. Claro que quienes no invirtieron en investigaciones y pruebas médicas estarán felices de producirlas y venderlas a 10 centavos, pero a ese precio jamás el inventor recuperará su inversión y jamás repetirá tal esfuerzo. Sin las actuales patentes, millones de personas hubieran muerto de enfermedades que hoy son controladas.

Algunas patentes en el campo de la biotecnología parecen ser vagas y muy amplias, pero su eliminación total conduciría a la desaparición de nuevas investigaciones en un campo que, aunque polémico, ha disparado el volumen de las cosechas y reducido la utilización de fertilizantes químicos que dejan rastros indeseables en los ríos y lagos. Pero nadie ha sufrido un estornudo o un dolor de cabeza o de estómago por consumir alimentos genéticamente modificados.

Los campesinos de la India quieren sembrar maíz genéticamente modificado para que sus cosechas no sean destruidas por hongos. Empresas como Monsanto y Bayer han desarrollado nuevas biotecnologías que logran granos resistentes a insectos y enfermedades, a la vez que multiplican el tamaño de las cosechas. ¿Acaso son esas empresas los monstruos que los globalifóbicos denuncian?

La realidad es totalmente al revés de como la perciben los activistas aquí en Cancún. La propiedad intelectual, lejos de perjudicar a los pobres, es la base de las tecnologías modernas y de los adelantos que permitirán que los pobres prosperen, se alimenten mejor, vivan más y disfruten con el resto de nosotros las maravillas del siglo XXI.

Ronald Bailey es corresponsal de la agencia © AIPE en Cancún.

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