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La muerte de Elia Kazan ha suscitado en los medios informativos el revuelo previsible. Nadie discute que era un gran cineasta y un gran artista. Pero también es unánime el clamor contra el pecado que cometió al denunciar a compañeros suyos ante el comité de actividades antinorteamericanas. Compañeros suyos que eran comunistas, como el propio Kazan lo había sido. Él mismo relató metafóricamente su salida del partido comunista en una película de 1954, La ley del silencio, en la que cuenta cómo un estibador logra zafarse de las mafias sindicales que le impiden, mediante el terror, ejercer su libertad y sus derechos individuales.

La verdad, no entiendo por qué la actitud de Kazan en los años cincuenta sigue provocando tanto escándalo. Los comunistas no eran entonces, como lo son ahora, un grupo marginal, dedicado a la ecología y a las causas indígenas. Hoy en día no son todavía una reliquia puramente folklórica porque siguen haciendo daño a quienes dicen ayudar. Pero ya no son verdaderamente peligrosos.

Entonces sí lo eran. Eran los tiempos de la guerra fría, del avance de los estalinistas en toda Europa occidental mediante golpes de Estado y dictaduras sangrientas. Los partidos comunistas no eran un partido más. Tenían por objetivo la destrucción de la democracia y la libertad.

Los comunistas pretendían monopolizar la cultura occidental, y se habían introducido lo bastante en Hollywood, que entonces era la gran fábrica de fábulas y relatos del mundo libre, como para que el asunto empezara a resultar peligroso. Son muchos los testimonios y los libros que lo demuestran.

La leyenda de izquierdas quiere que los comunistas fueran mártires y defensores de las libertades y los derechos humanos. Jamás lo fueron. Fueron sus peores enemigos. Elia Kazan fue un valiente al no resignarse a la prepotencia izquierdista, al enfrentarse a la mafia comunista y denunciar ese victimismo hipócrita. Fue un héroe y como tal debe ser recordado.


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