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Lucrecio

La excepción israelí

Si aceptamos la lógica de la prensa española –y, en parte, la europea–, todos los Estados del mundo tienen el derecho –y, antes aún, la potestad– de defenderse militarmente de los ataques exteriores. Todos menos uno: Israel.

No es nueva la lógica. A lo largo de los siglos XIX y primera mitad del XX, los europeos consideraron que todo ciudadano tenía derecho a la autodefensa jurídica ante los tribunales de justicia. Todos, menos un extraño grupo de ellos, a los cuales ni siquiera la condición ciudadana les era concedida: los judíos.

En la segunda mitad del siglo XX y fracasada la hipótesis de borrar al pueblo judío de la faz del planeta, Europa desplazó formal y léxicamente la judeofobia clásica. Fortificado bajo la protección nacional de un Estado, el pueblo judío seguía apareciendo a los ojos europeos como una especie inferior y sólo imperfectamente ciudadana –esto es, imperfectamente humana. Se le “concedía” el supuesto don –nadie recuerda a qué precio de lucha pagado por los forjadores de Israel–, a cambio de que ese Estado no pretendiera aspirar a la normalidad que cualquier Estado mundial posee: la de defenderse con las armas en la mano. Y, de idéntica manera a como la población europea en su conjunto juzgó, en los años treinta y cuarenta, intolerable que los judíos se permitiesen luchar contra su exterminio físico, pontifica, desde el cuarenta y ocho, Europa acerca de la intolerable arrogancia de un Estado israelí que no acepte ser humildemente decapitado por sus vecinos árabes, ésos que nunca reconocieron las líneas de frontera nacional establecidas por la ONU en 1948.

Y es verdad que el Estado de Israel es una excepción. Ésta: Israel es la única nación del mundo –digo la única– que no puede perder una guerra sin desaparecer y ver pasada a cuchillo la totalidad de su población. Tal vez, la vieja Europa espera que los países árabes culminen el proyecto que ella intentó a lo largo de siglos sin éxito: exterminar al pueblo judío. Pero es mejor que lo formule abiertamente.


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