El mantenimiento de las complejas estructuras de los partidos políticos y, sobre todo, los grandes dispendios de las campañas electorales exigen abundantes recursos financieros. Y cómo garantizar que se recaudan sin incurrir en corrupciones o compraventas de favores políticos ha sido siempre uno de los principales caballos de batalla de todas las democracias. No cabe duda de que la situación ideal sería que los partidos –también los sindicatos y las organizaciones empresariales– se bastaran exclusivamente con las cuotas de sus afiliados, pues con ello se conseguirían tres cosas muy importantes: la primera es que las posibilidades de corrupción y de financiación ilegal se verían reducidas al mínimo. La segunda es que la vida interna de los partidos sería mucho más democrática y sus programas mucho más cercanos a los intereses y necesidades de los ciudadanos, evitándose la perpetuación de clanes y oligocracias que monopolizaran el poder. Y la tercera es que el contribuyente se ahorraría un buen pellizco.
Sin embargo, la realidad es muy distinta. Los partidos políticos en España dependen para su financiación casi totalmente del dinero público –oficialmente, 165 millones de euros (27.400 millones de pesetas) en 2001–, allegado bien de forma legal y transparente –en función del número de votos y de diputados obtenidos en las distintas convocatorias electorales– o bien de forma más o menos opaca e incluso irregular, a través de ayuntamientos y de comunidades autónomas –recalificación de terrenos, sin ir más lejos. Y en la parte restante, descontadas las magras cuotas de los escasos afiliados, de donativos anónimos más o menos legales o de dádivas encubiertas de entidades financieras –a través de la cuasi condonación de deudas, de las que nunca se exige su reembolso– que hacen surgir justificadas sospechas de venta de favores políticos. Así lo da a entender el Tribunal de Cuentas, que en su último informe incide –como ya es habitual– en la falta de transparencia de las cuentas de los partidos, en la desproporción de algunos capítulos –como el correspondiente a las donaciones anónimas– y en la imposibilidad de controlar el flujo de subvenciones que las formaciones políticas reciben de ayuntamientos y parlamentos autonómicos.
Llama la atención la falta de colaboración –denunciada también por el Tribunal de Cuentas– de las entidades financieras a la hora de aclarar lo relativo a las deudas que con ellas mantienen los partidos, los cuales parecen gozar –sobre todo el PSOE y su rama catalana, el PSC– de un trato preferencial que bordea los límites de la condonación. Y también es ciertamente llamativo que determinadas formaciones políticas, como el PSC o CiU reciban donaciones anónimas en una proporción que excede con mucho a la de los dos grandes partidos tradicionales: el PSC recibe las dos terceras partes de las donaciones anónimas que ingresa el PSOE a nivel nacional; y CiU recaudó en 2001 por este concepto 3,41 millones de euros, mucho más que el PSOE y el PP juntos en toda España (0,64 y 1,81 millones de euros respectivamente).
Aunque quizá lo más chocante de todo es que una buena parte de los gastos en que incurren las formaciones políticas son superfluos, especialmente los que se refieren a las campañas electorales. Como es el contribuyente quien finalmente paga los platos rotos, y los parlamentarios siempre se pondrán de acuerdo para pasarle al cobro la factura, por abultada que sea, el incentivo al despilfarro en publicidad y márketing electoral es muy fuerte. Máxime cuando las subvenciones dependen directamente del éxito electoral. Es por eso que los partidos no reparan en gastos, confiando en que un buen resultado electoral pagará la factura de los spot publicitarios hora de máxima audiencia y de los mítines itinerantes, que en la era de la información han devenido absolutamente innecesarios de no ser por la conexión con los telediarios, donde los candidatos interrumpen su monótono discurso para declamar la frase o el eslogan preparado al efecto.
Puesto que las principales fuentes de información de los españoles respecto de los programas de los partidos no son los costosísimos circos ambulantes que los partidos montan cada campaña electoral sino los telediarios, las tertulias radiofónicas y la prensa escrita, lo lógico y lo deseable sería que concentraran sus esfuerzos y sus recursos en debatir ante las cámaras y los micrófonos de los informativos y en explicar en las tribunas de la prensa los pormenores de sus programas. Y puesto que nadie contempla la posibilidad de “privatizar” los partidos políticos, al menos deberían imponerse severos límites a los gastos en las campañas electorales. Con ello los partidos se ahorrarían quebraderos de cabeza para cuadrar las cuentas, además de evitar la tentación de recurrir a la financiación irregular cuando las cuentas no salen.
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