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Carlos Semprún Maura

Treinta y cinco horas y media

Los ministros y dirigentes de la mayoría son increíbles en la cuestión de la “Ley Aubry” sobre las 35 horas. Todos, Jean-Louis Debré, presidente de la Asamblea, François Fillon, ministro de Trabajo, etcétera, afirman que la ley es mala, cara, rígida, que no ha creado empleo, tiene todos los defectos del mundo, pero que no hay que tocarla, porque constituye un acquis social, como dijo Debré. ¿En qué quedamos? Si constituyera una mejoría social, no sería tan mala, digo yo.

El más sensato, dentro de lo que cabe, me pareció Francis Mer, ministro de Economía, quien declaró que lo esencial era crear flexibilidad para permitir a los asalariados que quieren trabajar más, para ganar más, puedan hacerlo, en los sectores económicos en los que esto sea posible, se entiende. Porque la ley impuesta por la sargento de caballería Martine Aubry, no es sólo autoritaria, el mismo rasero para todos, sino que en la práctica se ha visto que era antisocial, ya que sólo favorece a los ejecutivos, que pueden así alargar sus fines de semana en las islas Caimán, o en Deauville. Pero a los bajos salarios les prohíbe, precisamente, trabajar más para ganar más, y bien lo necesitan, ya que esta ley “socialista” ha congelado sus salarios. Y no hablemos de muchas categorías de funcionarios, quienes se espantaron ante dicha ley, que les hubiera obligado a trabar más, estaban –y siguen– trabajando 30 o 32 horas semanales. Este es otro de sus privilegios.

La idea de trabajar menos no es una idea que yo considere como reaccionaria, más bien al revés, pero pasando de la utopía a la realidad, hay que constatar que si en todos los sectores industriales en donde la automatización, las máquinas, los robots, han puesto de patitas en la calle a millones de obreros, la disminución de los horarios semanales puede limitar los despidos. Serán, son las máquinas las que trabajen 24 horas al día. Esto es así, no sólo en las fábricas de automóviles, sino en Michelin, en Danone, en cantidad de empresas en las que las máquinas sustituyen a las manos. Para mantener un mínimo de “manos” y no aumentar demasiado el paro, puede entenderse que se disminuyan los horarios, o sea, que se reparta el trabajo, lo cual puede conducir a que también se reparta el salario. Pero en los hospitales, en donde, es obvio, el trabajo depende del numero de enfermos, de las urgencias, etcétera, y no de decisiones ministeriales, las 35 horas fueron como llover sobre mojado, añadiendo catástrofes a la decadencia absoluta del sistema sanitario francés.

Aunque menos dramáticos, dicha ley también creó problemas, en el sentido de frenar el desarrollo, en el comercio, los servicios, y en todos los sectores de actividad en los que los robots no pueden –por ahora– sustituir a las personas. La indecisión gubernamental, ante un problema en teoría fácil de resolver, demuestra las dificultades que existen en Francia para cualquier reforma. El Gobierno no sólo tiene miedo, casi diría pánico, ante los alaridos de la oposición, que le acusan de ser “derechista” y de querer suprimir esas magníficas “35 horas”, sino que también tiene miedo de molestar a los suyos, esos ejecutivos que quieren mantener a toda costa sus largas vacaciones en las islas Caimán, los cuales también son electores del PS. Francia necesitaría a una “Dama de Hierro” pero no la tiene. Ni siquiera en versión masculina.

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