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Alberto Recarte

1. La vivienda y el sector de la construcción

Este es el primer artículo de una serie de tres en que se ha dividido un ensayo que se publicará en el próximo número de La Ilustración Liberal, titulado "Ladrillos y productividad:
El socialismo es una aberración"




Los economistas oficiales del PSOE, Miguel Sebastián y Jordi Sevilla, han comenzado la campaña electoral, acompañados, dicen ellos, por cientos de economistas miedosos que no se atreven a darse a conocer. El nuevo mensaje es la crítica del ladrillo, la loa a la productividad y la demanda de más gasto en protección social aunque, simultáneamente, se afirma que no se quiere aumentar la presión fiscal. Un planteamiento, excepto el del gasto social, aparentemente positivo –¿quién no quiere un país más moderno?–, pero repleto de ideología planificadora y desprecio a los ciudadanos.

De entrada, su crítica al crecimiento del ladrillo implica el desprecio a los deseos de los consumidores, de los ciudadanos, que están diciendo que quieren viviendas, para habitarlas, para irse de vacaciones, para invertir; desprecio que incluye también a los extranjeros que compran en España. Este socialismo económico español es “ilustrado”; sabe lo que necesita “el pueblo” mejor que el propio pueblo; en sus manifestaciones lleva implícito el desvarío autoritario y planificador de las viejas dictaduras comunistas, que nunca construyeron viviendas –condenando a vivir hacinados a sus súbditos– porque era supuestamente mucho más productivo invertir en proyectos industriales, diseñados, decididos y organizados por el partido, la vanguardia de la clase obrera.

La vivienda y el sector de la construcción
Entre 1976 y 1994, el número de ocupados en nuestra economía no creció en absoluto; durante casi veinte años sólo trabajaron en España 11,8 millones de personas, mientras se hinchaban las cifras del desempleo y no crecía, acompasadamente, la población activa, por el desánimo generalizado. Es más, entre esos 11,8 millones de ocupados que había en 1994, los funcionarios, o contratados por las administraciones públicas, habían aumentado en un millón, mientras disminuían en otro millón el resto de empleados en la economía, en relación con 1976.

Durante esos años, y hasta 1997/98, la cifra promedio de viviendas iniciadas fue de 280.000 anuales, que pueden parecer muchas para un país sin creación de empleo, pero que respondía a cambios de residencia, sustitución por obsolescencia y segundas viviendas; una política, ésta, fomentada por los gobiernos socialistas, que incentivaban por igual la compra de la primera que de la segunda vivienda. Todo con tal de crecer, aunque fuera en ladrillos.

Entre 1995 y 2003, ha aumentado el número de personas que trabajan en cinco millones los cuales, obviamente, fueran nacionales o inmigrantes, en algún lugar tenían que alojarse; además de que, finalmente, están independizándose y contrayendo matrimonio las generaciones (las cohortes, como dicen los estadísticos) más numerosas de la historia de España, los nacidos entre 1974 y 1978. A lo que se añade que cientos de miles de extranjeros quieren tener viviendas en España y las están comprando (probablemente casi el 20% del total de las que se construyen anualmente). Y el crecimiento de la demanda conjunta de viviendas es tan fuerte que la oferta, aunque se haya duplicado, no es suficiente y, en consecuencia, suben los precios. El crecimiento de los precios tiene que ver, sobre todo, sin embargo, con el nivel de los tipos de interés, que se traduce, vía aumento de la cantidad de dinero, en un alza espectacular del precio de todos los activos de la economía, y no sólo de las viviendas, aunque éstas constituyen la parte más sustancial del conjunto de la riqueza de los españoles.

Pero no quiero discutir, en esta ocasión, sobre el precio de la vivienda, sino sobre el desprecio autoritario que los economistas socialistas manifiestan respecto al crecimiento de la economía española, apoyado en el sector de la construcción. El sector de la construcción supone alrededor del 14% del PIB, frente a cifras en torno al 10%-11% en otros países europeos. Con ese porcentaje se puede influir en la marcha de la economía, pero no determinar su ritmo de crecimiento. De hecho, en 2001, el PIB real aumentó el 2,8% y la aportación del sector de la construcción fue de 0,8 puntos; en 2002, el PIB real aumentó el 2% y el sector aportó 0,6 puntos y en 2003 si el PIB crece el 2,3% aportará 0,5 puntos. El sector, pues, contribuye al crecimiento, pero no es la causa principal, como dicen, de que aumente el PIB.

Lo que dicen los economistas del PSOE es que, en caso de que gobernaran, tomarían decisiones para que hubiera, genéricamente, menos ladrillos y mayor productividad. Un planteamiento que parece teóricamente impecable, pero que está repleto de incertidumbres y de deseos irrefrenables de planificar autoritariamente.

Para empezar, es verdad que la inversión en ladrillos es poco productiva, en el sentido de que lo que aportan las nuevas viviendas al aumento de la productividad general de la economía es, estadísticamente, muy reducido. Aunque me gustaría que pudiera medirse de qué modo y cuánto la condición de propietarios contribuye a aumentar el realismo de los españoles –y su disposición a trabajar–, algo que desdeñan los socialistas, pero que constituye el auténtico motor de la economía de mercado. Un país de propietarios (el 90% de las familias lo son), como es ahora España, con más de 21 millones de viviendas, es una garantía de independencia personal y de compromiso con la realidad, frente a los criterios planificadores de esta nueva generación de economistas socialistas.

En segundo lugar, una proporción importante de lo que ellos denominan, despreciativamente, ladrillos, son obras de infraestructura (quizá el 70% del total de inversiones en el sector de la construcción son edificios y el 30% restante infraestructuras). Y éstas han sido, paradójicamente, otra de las obsesiones de los economistas socialistas, porque a las infraestructuras siempre les han atribuido poderes taumatúrgicos. Lo que ha ocurrido con los socialistas, los del socialismo real, por ejemplo, y los de aquí, es que, a la hora de la verdad, nunca han construido muchas, porque su espantosa gestión económica no les ha permitido liberar recursos para financiarlas. En el caso más reciente del socialismo español, en 14 años, desde 1982 a 1996, las inversiones más significativas fueron la incompleta red de autovías y el AVE a Sevilla; en total, una inversión de algo menos de 3 billones de pesetas, mientras la deuda pública aumentaba, en ese mismo periodo, en más de 40 billones de pesetas. Las infraestructuras, una vez que funcionan, aumentan la productividad general de la economía; según algunos analistas más, incluso, que la investigación y el desarrollo; siempre, por supuesto, que no sean gastos motivados políticamente, sino que respondan a las necesidades de las empresas que, a su vez, se supone que suministran lo que desean los consumidores. Y, probablemente, nunca, en la historia de España, se ha hecho un esfuerzo inversor en infraestructuras como el actual, que, al final de esta década habrá modificado profundamente las comunicaciones, la capacidad de intercambio comercial, la competencia y, finalmente, permitido un significativo aumento de la productividad.

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