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Aunque quizá debería decir Moa contra todos, pues cuando nuestro conocido compañero de periódico está presente en un debate sobre la guerra civil, él expone sus tesis y los demás, atrincherados en viejos tópicos que ya ni se molestan en desarrollar, se limitan a tirarle cuantas piedras pueden. El fenómeno ocurre pocas veces: la censura funciona y a Moa no se le suele invitar. Pero como no lograron impedir, con el silencio hostil inicial, que sus libros fueran un exitazo de ventas, desde hace algún tiempo combinan el silencio con la descalificación, que es lo que aquí sustituye con harta frecuencia al debate intelectual.

En un reciente debate en CNN+, el “argumento” esencial de su principal contrincante, Jorge Martínez Reverte, consistía en hacer aparecer a Moa como defensor o justificador del golpe militar del 36 y de la dictadura franquista. De este modo, Reverte, como antes hicieron Tusell y otros historiadores de la factoría Polanco, pretendía desplazar el debate del terreno de las ideas y los hechos, al de las intenciones. Intenciones que, además, falsean a sabiendas. Este procedimiento intelectual es una secuela de lo que Revel llama la educación totalitaria del pensamiento. Los marxistas y los que han encontrado un nido cómodo en sus aledaños, son especialistas en esta perversión, que les permite despachar con un calificativo a quien en cada momento sea el “enemigo”, al tiempo que les blinda frente a la realidad: no aceptan que el socialismo sea juzgado por los hechos, sino sólo por las intenciones.

El historiador alemán Ernst Nolte, que se atrevió a poner en el mismo plano el comunismo y el nazismo, lo que dio lugar a la Historikerstreit (disputa de historiadores), decía que los hechos que exponía un historiador nazi no dejaban de ser ciertos porque fuera nazi. Este punto de vista, aquí, conduciría al linchamiento de quien lo defendiera. Pero no por la combatividad anti-fascista de nuestros intelectuales de izquierda, sino por la falta de solidez de la mayoría de ellos: un debate se resuelve fácilmente aduciendo que el rival es un malvado: no hay debate. Y cuando se anda escaso de ideas y conocimientos, no debatir se hace imprescindible para la supervivencia.

Lo malo para estos nuevos inquisidores de la historia, es que a Moa no le pueden poner la etiqueta de “franquista” y quedarse tan frescos. Ha sido más antifranquista que la mayoría de ellos. ¿Será eso lo que les molesta más? ¿Que un hombre de la izquierda haya hecho lo que ellos jamás se han atrevido a hacer, que es revisar sus propios mitos y dogmas? Llama la atención que muchos de los que atacan a Moa y tanto se resisten a la investigación y a la verdad históricas procedan de la derecha y de familias del régimen franquista, como es el caso de los jefes y numerosos secuaces del imperio polanquil y del propio Reverte. Lo que hace sospechar que estamos ante un caso de expiación de culpas, de ellos o de sus mayores.

Pero la persistencia con que proceden a esa purga no puede entenderse sin considerar su rentabilidad contante y sonante. Los conversos que pasaron del franquismo a la izquierda habían erigido un monopolio ideológico. Su versión de la guerra civil, que en síntesis es un remake de la propaganda del Frente Popular, se había impuesto como única verdadera. Moa vino a quebrar ese monopolio, a fastidiarles el negocio. Y a jorobarles el futuro del negocio: la falsa historia de la República y la guerra es la base sobre la cual la izquierda española funda una legitimidad que la experiencia felipista hizo pedazos. Gracias a esa falsificación, la izquierda puede tirar del tópico de una derecha genéticamente hostil a la democracia. Claro que esa mentira también es la ciénaga en la que se hunde: al no revisar su pasado, profundamente antidemocrático, la izquierda no se renueva.


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