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Emilio Figueredo

La revolución cultural de Chávez

En un reciente programa “Aló presidente”, en cadena nacional, Hugo Chávez notificó públicamente al ministro de Educación Superior, Héctor Navarro, sobre una aparente “desviación revolucionaria” de un profesor de un instituto universitario situado en la península de Paraguaná, quien habría cometido el delito de “lesa patria” por no mencionar a la República de Venezuela por su nombre entero, según la Constitución vigente, es decir, República Bolivariana de Venezuela. Y, además, le ordenó al ministro tomar medidas, que incluso podrían ser hasta militares, contra ese “vil traidor”.
 
Este género de actuaciones nos trae a la mente la revolución cultural china. A tal efecto refresquemos algunas ideas de esa desventurada experiencia originada por el difunto Mao Ze Dong. La llamada gran revolución cultural proletaria fue la expresión de un ataque dirigido por Mao contra la jerarquía del partido comunista chino y contra las desviaciones que, según el pensamiento del líder carismático, estaban ocurriendo en China. El objetivo era iniciar un proceso mediante el cual se reformaría para siempre al hombre en China. Para lograrlo, Mao consideró que era indispensable fomentar el culto a la personalidad, única manera de acabar con toda resistencia tanto en el partido como en la sociedad. En alguna medida, como bien lo señala Alain Peyrefitte en su extraordinario libro “Cuando China despertará”, el pensamiento de Mao se convirtió en una auténtica bomba atómica espiritual, con todo lo que ello implicó en destrucción de vida, valores y conocimientos. Para lograr el objetivo de crear un hombre nuevo era indispensable proceder sistemáticamente a un lavado de cerebro de todos los habitantes de China, por las buenas o por las malas; para así erradicar definitivamente todas las expresiones corrompidas del pensamiento histórico y substituirlo por las nuevas ideas basadas en la iluminación constante del Gran Timonel.
 
Mao utilizaba dos máximas como principio rector para estimular a sus fieles: “El poder político reside en la punta del cañón” y “sólo los fusiles nos permitirán reformar al mundo”. Además, como bien lo expresa en una de las citas del libro rojo, “hacer la revolución no es ofrecer un banquete, ni escribir una obra, ni pintar un cuadro o hacer un bordado. No puede ser tan elegante, tan tranquila y delicada, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima. Una revolución es una insurrección. Es un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a otra”. Para lograr ese objetivo, por lo tanto, hay que forzar constantemente al hombre a su reeducación, y eso se hace desde la cuna hasta la muerte. Constantemente se recuerda el principio de que para ser un buen ciudadano hay que ser primero un buen soldado de la revolución. Por eso, en ese trágico episodio de la historia de China, los hijos denunciaban a los padres cuando éstos consideraban que la actitud de ellos no era lo suficientemente “revolucionaria” y no se diga de los pobres maestros, sistemáticamente humillados por sus alumnos, quienes les recordaban que el único conocimiento relevante en la República Popular China eran las citas del Presidente Mao contenidas en el pequeño libro rojo.
 
Estamos convencidos que en Venezuela esto no ocurrirá. Sin embargo, no podemos dejar de sentir algún escalofrío, cuando el Presidente de la República acusa por televisión e imparte órdenes a sus subalternos para que el autor del presunto delito de omisión bolivariana sea despedido, humillado y tal vez agredido. Lo más grave es, que al igual que en la revolución cultural, se utilice la denuncia de un apasionado estudiante “revolucionario” como prueba cierta de que se ha cometido un delito por el simple hecho de que el “buen revolucionario” se ha sentido ofendido por las palabras expresadas por un profesor con base al “hasta ahora“ sagrado principio de la libertad de cátedra y de expresión. Malos tiempos nos augura la prédica y la práctica de la intolerancia.
 
Emilio Figueredo es director de Venezuela Analítica
 
© AIPE

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