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Juan Carlos Tafur

¿Por qué no mueren los Fujimori?

Si en los Estados Unidos todos los migrantes ilegales tuviesen derecho al voto y, además, el sufragio fuese obligatorio, seguramente en pocos años se acabaría el bipartidismo demócrata-republicano, la democracia liberal y el Estado de Derecho.
 
Serían los anti-sistema los que dominarían la escena política norteamericana. En menos tiempo del que pudiéramos imaginar veríamos en el salón oval a líderes autoritarios, ultrarradicales o simplemente folklóricos, quienes llegarían allí gracias al respaldo de ese inmenso sector marginal a la institucionalidad política y económica del país más rico y educado del planeta.
 
Eso es exactamente lo que viene sucediendo en muchos países de América Latina, con el agravante de que sus “ilegales” no lo son a raíz de una migración clandestina incontenible sino por culpa de la abierta y brutal marginación que sufren respecto del orden establecido, de los canales democráticos y de la economía de mercado.
 
El caso del Perú puede ser ejemplar para ilustrar lo que Amartya Sen llama el “núcleo despótico” de la pobreza. Más de la mitad de su población se halla debajo de la línea de pobreza. No tiene empleo formal ni niveles de ingreso aceptables. No tiene acceso a una educación decente, mucho menos seguridad social, habita viviendas precarias sin títulos de propiedad válidos y lo que gana apenas le alcanza para subsistir. Para casi todos los efectos prácticos, uno de cada dos peruanos es “ilegal” dentro de su propio país. ¿Alguien puede imaginar que estos peruanos son partícipes del orden democrático? ¿Acaso podrá decirles algo el Poder Legislativo, el Tribunal Constitucional o el Poder Judicial?
 
Mientras no se resuelva esta suerte de apartheid cívico –del que ha escrito largamente el economista peruano Hernando de Soto–, la democracia latinoamericana andará a salto de mata y seguirá siendo vista como una impostación republicana, carente de sentido político por las mayorías. No hay democracia sin ciudadanos y en el Perú, Ecuador, Bolivia (nos lo grita en estos días), la propia Argentina, Brasil o Colombia, la ciudadanía es un privilegio gozado por muy pocos.
 
Por eso resurgen nuevamente los movimientos autoritarios en la región. Las democracias clásicas, con honrosas excepciones, parecen haber vuelto a fracasar en la tarea de darles gobernabilidad a países en estado de emergencia secular como son los latinoamericanos. No debería extrañar, pues, que crezcan los Alberto Fujimori en las encuestas. O que aparezcan movimientos como los de Lucio Gutiérrez en Ecuador, Evo Morales en Bolivia u Ollanta Humala en el Perú (para no citar al inefable Hugo Chávez).
 
Cualquier manual de gobernabilidad de América Latina debería empezar por la construcción de ciudadanías. Sin ella no hay modernidad liberal posible. Y eso pasa por otorgarle a sus habitantes, antes que ninguna otra cosa, las condiciones materiales sin las cuales no sólo no hay mercado sino tampoco participación democrática. La política macroeconómica puede ser todo lo exitosa que las cifras indiquen, pero si el “chorreo” no se percibe, florecerán, como ya ocurrió antes, fundamentalismos disidentes, violentismos radicales y mesianismos populistas.
 
A Fujimori lo adoran hasta hoy en los sectores urbanos y rurales más pobres del Perú no tanto por sus relativos éxitos macroeconómicos o por haber derrotado al terrorismo, sino por haber llevado el Estado a sitios que nunca lo sintieron (caminos rurales, postas médicas, colegios, luz, agua, desagüe, telefonía rural, asfaltado, etc.). El impacto psicosocial que dicha obra tuvo en la población fue gigantesco. Era la primera piedra de su ciudadanía.
 
La agenda de la gobernabilidad democrática no puede depender, sin duda, de las partidas de gasto social y también es cierto que mucho de la lucha contra la pobreza pasa por extender los mercados antes que el Estado, pero lo que no se puede soslayar es que de no producirse rápidamente un estado de cosas donde a la población más pobre tenga prioridad no sólo en los discursos sino también en los Presupuestos, el orden democrático empezará a dar tumbos. En ese sentido, democracia, libre mercado y eliminación de la pobreza no pueden ir por separado.
 
Si los sectores marginales no ven que eso ocurre voltearán la mirada hacia quienes les ofrecen atajos autoritarios, orden cuasipolicial y eficacia a prueba de leyes. Ya está ocurriendo. Y no sólo en el Perú.
 
Juan Carlos Tafur es periodista peruano, director del diario Correo.
 
© AIPE

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