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Alberto Recarte

Gallardón

Apenas había terminado de explicar Cristóbal Montoro que en 2003 habría un superávit fiscal del 0,5% del PIB, alrededor de 3.500 millones de euros, cerca de 600.000 millones de las antiguas pesetas, cuando Caldera ya tenía una propuesta para gastarlos. Un resorte semejante encontramos en la carrera política de Ruiz-Gallardón.
 
Tras doce años de austeridad fiscal por parte de Álvarez del Manzano, escasa deuda pública municipal y mucha obra pública financiada con el crecimiento económico, Alberto Ruiz-Gallardón decide seguir haciendo carrera política sobre el sudor de los madrileños: compra edificios históricos representativos y parece que los paga con terrenos municipales, cuyo destino original era la construcción de viviendas de protección oficial, contrata a una nueva cohorte de asesores personales, que se interponen entre los concejales y los funcionarios, sube varios de los impuestos y tasas de su competencia y dobla la deuda municipal incumpliendo, de paso, probablemente, la ley de equilibrio presupuestario, la clave de arco de las leyes fiscales del gobierno de Aznar. 
 
Esa forma de hacer política tiene dos posibles encajes, la primera en la vieja política conservadora populista, que creía que gobernar es gastar y que el pecado de ser conservador se perdona con gestos como el de perseguir a los propietarios y promocionar los intereses culturales de los autodefinidos progresistas y la segunda en la política socialista de aumentar los impuestos y el gasto público, porque ellos, los dirigentes, saben mejor que los ciudadanos lo que les conviene. En cualquier caso, es una política de tierra quemada, porque el político que llegue después, tendrá que pagar los excesos, reduciendo el gasto público donde sí es imprescindible y teniendo que aplazar inversiones de auténtica urgencia.
 

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