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Ricardo Medina Macías

Estado de Derecho o charlatanería

La piedra de toque para distinguir entre países libres y países autoritarios es el respeto irrestricto a las leyes y al marco institucional. Una clave de la exitosa transición de España a la democracia fue el consejo al que siempre se atuvo el Rey Juan Carlos I: “Hay que ir de la ley a la ley”.
 
En efecto, no se puede fundar un país verdaderamente libre y democrático en el desprecio a la ley, ni siquiera invocando algún revolucionario afán justiciero. Si la ley o los arreglos institucionales nos parecen injustos, sólo mediante los mismos mecanismos legales, constitucionales, debemos cambiarlos.
 
España demostró palmariamente que sin violentar el Estado de Derecho es factible transitar de un régimen autoritario y corporativista a un régimen de libertades y democrático. Más aún, demostró que cualquier otro camino –digamos los atajos presuntamente justicieros a los que son tan adictos los demagogos– es suicida.
 
En el extremo opuesto tenemos el nefasto ejemplo del golpe de estado callejero perpretado en Bolivia hace algunas semanas. Nadie puede saludar como una victoria democrática el hecho de que un presidente electo en las urnas, con todas las de la ley, sea obligado a dimitir por las presiones violentas de una turba callejera manipulada por demagogos.
 
Aun suponiendo que el depuesto presidente boliviano fuese responsable directo de las lamentables muertes de manifestantes indígenas –supuesto que hasta ahora nadie ha demostrado–, la ley y las instituciones democráticas prevén mecanismos para exigir responsabilidades y sancionar severamente a los malos gobernantes.
 
En ese sentido, el respeto a la división de poderes, valioso mecanismo de pesos y contrapesos, es la mejor arma de los ciudadanos para frenar e impedir los abusos de la autoridad.
 
Puede irritarnos que el actual marco institucional coloque en el Congreso a una multitud de legisladores que, más que rendir cuentas a los electores, sean personeros de intereses partidistas o gremiales, defensores de privilegios a todas luces injustos. Pero la forma de cambiarlo no es vulnerando el Estado de Derecho, recurriendo al alegato demagógico o a la movilización violenta, sino el recurso a otros poderes –por ejemplo, el judicial–, para evitar que el Congreso vulnere derechos consagrados en la Constitución.
 
Del mismo modo, puede parecernos exorbitante, por alguna razón, el poder de la Suprema Corte de Justicia y de los jueces, pero sólo un demagogo puede llamar a desconocer los mandatos judiciales, de acuerdo a criterios presuntamente justicieros (que, por cierto, no soportan el menor análisis racional) o presumir que no acatará la ley ni las decisiones de la Corte, en nombre de una moralina pseudo- revolucionaria.
 
El Estado de Derecho no es, como suponen y predican algunos ignorantes, una entelequia tramposa que invocan los poderosos para despojar a los desvalidos. Es, sin tecnicismos, la certeza de que el Estado y los gobernantes se atendrán en todo momento a normas y procedimientos estables y conocidos por todos, que no harán distinción de personas.
 
Lo demás es charlatanería.
 
Ricardo Medina Macías es analista político mexicano
 

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