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Aunque parezca abundar en el capítulo de improvisaciones que han rodeado la boda del Príncipe de Asturias, la fecha anunciada por la Casa Real, uno o dos meses antes de lo que se preveía, parece razonable y hasta inteligente. Cuanto antes se casen, mejor. Y si lo hacen después de las elecciones generales de Marzo y con un flamante Gobierno recién salido de las urnas en las primeras filas de la Catedral de la Almudena, perfecto. La novia ha rescindido por fin su compromiso laboral con RTVE —algo que cada día sin resolver acreditaba una falta de sensibilidad y sentido común realmente escandalosos— y los delicados trámites previos a la boda religiosa ya están encarrilados. Sólo queda la celebración del enlace pero, dadas las costumbres de la prensa rosa o amarilla en cualquier democracia, cuanto antes se celebre la segunda y esperemos que última boda de Leticia Ortiz, menos padecerá su imagen y la de la institución que, a partir de ahora, debe encarnar a satisfacción de todos. No de todos los periodistas, sino de todos los ciudadanos. No de todos los progres, sino de todos. No de todos los divorciados, sino de todos. No de todos los lectores, sino de todos los españoles, lean, escriban o se limiten a ver la televisión. Que, a partir de ahora, qué duda cabe, veremos de muy distinta forma.
 
La razón de ser —pasada, presente y futura— de la de la monarquía parlamentaria española es salvaguardar la continuidad de la nación y la vigencia del régimen constitucional. Todos y cada uno de los actos de los Príncipes de Asturias, como los de los Reyes y de todos los miembros de la Familia Real deben ir encaminados a ese único, egregio, interminable y agotador servicio. Lo que puede hacer al respecto Leticia Ortiz, tras su matrimonio con Felipe de Borbón, es mucho. Lo que puede deshacer, también. Como no se trata de un matrimonio más, ni de una historia de amor más, aunque felizmente lo sean, estamos seguros de que ambos, superados los nervios y las prisas del anuncio de compromiso, tienen clara conciencia de sus obligaciones, que son, en todos los sentidos, extraordinarias. Ningún error, si hasta aquí lo hubiere, resulta irreparable. Cualquier fallo, si lo ha habido, será olvidado, siempre que el comportamiento de los príncipes se ajuste a lo que los españoles esperan de ellos: sacrificio y ejemplo.
 

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