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Emilio J. González

Una polémica inevitable

El Partido Popular ha hecho un esfuerzo inútil con la aprobación de la ley que prohíbe a las Comunidades Autónomas subir por su cuenta las pensiones. Probablemente, no podrá evitarlo.
 
La intención de los populares era buena. Se trata de que nadie ponga en peligro la viabilidad del sistema público de pensiones con medidas tendentes a la mejora de estas prestaciones que no tengan en cuenta la capacidad económica de la Seguridad Social para financiar esos aumentos ahora y en el futuro. Las autonomías, por supuesto, no pueden hacer nada respecto a las pensiones de la Seguridad Social, pero si aprueban por su cuenta complementos a las pensiones del sistema público, ejercen una presión sobre el votante de otras autonomías para que exija a su Gobierno regional, o al central, medidas en el mismo sentido. Es lo que pudo ocurrir en 1999, en vísperas de las elecciones generales de 2000, cuando la Junta de Andalucía aprobó el incremento de las pensiones más bajas en su ámbito territorial y llevó al entonces ministro de Trabajo, Manuel Pimentel, a pedir que se hiciera lo mismo a escala nacional. Afortunadamente, ahí estaban Rato, Montoro y Folgado para impedirlo.
 
Ahora, el PP quiere evitar que vuelva a suceder lo mismo en puertas de los comicios de 2004. Por eso ha aprobado la ley. Por desgracia, los populares no van a poder evitar que las autonomías vuelvan a jugar con las pensiones para tratar de desgastar al Gobierno. Y eso es porque las subidas que puedan aprobar los Ejecutivos regionales no serán con cargo a las arcas de la Seguridad Social, sino que tendrán que soportarlas los propios presupuestos autonómicos, dentro del amplio margen de libertad con que cuentan las Comunidades para establecer sus propias políticas de ingresos y gastos. ¿Quién puede impedirles que decidan ayudas adicionales a las pensiones más bajas si lo hacen bajo la forma de políticas sociales? Esto es algo que entra dentro de su ámbito competencial y, por tanto, lo pueden hacer. Lo único que hará falta, probablemente, es que, oficialmente, estas ayudas no se denominen pensiones, lo cual no impide a los políticos que las aprueben que se refieran a ellas como tales.
 
El esfuerzo para sacar adelante la ley, por consiguiente, se antoja estéril. Claro que esto no pasaría si se reformara el sistema público para saltar al de capitalización. Como en este caso las prestaciones dependen de las aportaciones realizadas a lo largo de la vida laboral, y no de las decisiones políticas, no habría lugar a polémicas como la actual ni a demagogias con las pensiones. Por desgracia, seguimos encerrados en el sistema público.

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