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Lucrecio

Lógica del torturador

Es un superviviente nato. Como el monstruo aquel, de adaptabilidad envidiable, que protagonizaba el Alien de Ridley Scott. En la cabeza de Sadam Husein jamás ha habido resquicio para la compasión o el arrepentimiento. Tampoco para la duda, por supuesto. Matar para no morir, eso fue todo en su vida. Un bicho así está siempre dispuesto a cualquier cosa para seguir viviendo. Como sea.
 
Su universo se divide, como el todos los carniceros, en dos planos: yo y lo otro. Todo lo otro es exterminable frente al sancta sanctorum del yo solipsista de los grandes predadores. Y si su formación y sus raíces políticas vienen del nazismo, en cuyo culto se fundó el Baaz tanto en su rama iraquí cuanto en la siria, ni un átomo de la aniquiladora grandeza épica de los mitos hitlerianos cabía en su cabeza. Él no era un lector de Heidegger precisamente. Ni un constructor de héroes wagnerianos. Ni un distorsionador kitsch del Nietzsche más retórico. Quedan esas cosas para gentes con pretensiones intelectuales; para sumos sacerdotes de la Kultur con una descomunal mayúscula: ésa que permite hacer volar en humo y ceniza a los seres inferiores mientras los ojos se humedecen de emoción con la ridícula grandilocuencia de las tonantes walkirias.
 
Pero él, de profesión, era torturador. Sólo. No militar —no lo fue nunca, aunque tanto gustase de los uniformes—. No policía, sin más. Torturador de a pie. De los que agarran las tenazas y degustan las delicias directas de la sangre y los huesos machacados. Así empezó su carrera política. Antes, más joven, había sido killer de alquiler. Matón al cual se contrataba para eliminar a quien fuera preciso y a un precio razonable. Mas su fortuna le vino de su tiempo de virtuoso de la tortura contra los opositores políticos del Baaz en las cárceles bagdadíes. A partir de ahí, no tuvo más que ir aplicando la técnica aprendida a sus propios compañeros de partido. E ir subiendo en la jerarquía hasta quedarse solo. Era algo bastante peor que una mala bestia. Algo infinitamente más odioso que un asesino. ¿Existe algo en este mundo más indigno de vivir que un torturador?
 
Quienes anteayer se asombraban de que el dictador derrotado se entregara humillantemente sin disparar un tiro, quienes le reprochan que no utilizase sus armas, al menos, para volarse el cerebro antes de caer en manos de sus enemigos, quienes se asombran de que un hombre pueda soportar el peso de los miles de fieles enviados a la muerte, del sacrificio de sus compañeros y de sus propios hijos y sobrevivir indignamente a todo eso, no han entendido nada. No era un hombre. Era un torturador. Venido asombrosamente a más, al precio de asesinatos en masa cuya cifra escalofría. No era un hombre. Ni siquiera una bestia. Un torturador: un superviviente nato. Alien. Ese tipo de monstruo para el cual el otro jamás existe, ese tipo de monstruo para el cual no hay crimen que la propia pervivencia no justifique. Ese tiempo de monstruo que jamás se suicida.
 
Quedan otros, es cierto. Fidel Castro el primero. Y Arafat. Y los jeques del Golfo en su conjunto... Pero eso en nada disminuye lo memorable de su apresamiento. Hay un torturador menos, un canalla menos, por las calles. Bien está. La guerra sigue.
 

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