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Lucrecio

El desmoronamiento

Ha sido un año extraño. Todo, al iniciarse, auguraba óptimos tiempos para el PSOE. Los horizontes negros de una guerra facilísima de manipular demagógicamente en nombre de ese antimericanismo siempre rentable en España, hicieron concebir a los hombres del Zapatero la certeza de que la, no tan larga al fin, travesía del desierto tocaba ya a su ocaso. El fervor con el que tantos habrían de lanzarse a atribuir a la perversidad del gobierno de Aznar el naufragio del petrolero ruso Prestige frente a las costas gallegas, puso las cosas en algo fronterizo del fervor. Los desde siempre subvencionados actores se lanzaron a la calle. Era un signo inequívoco. Los actores, en España, han estado siempre dotados de un finísimo sentido para percibir quién va a echarles de comer el año que viene.
 
La estrategia del PSOE se articuló en consecuencia. Se trataba de ir cercando Madrid desde la periferia; de consolidar los feudos extremeño, andaluz y manchego; de golpear duro y al unísono, al abrigo de los nacionalistas del Bloque, contra el senil presidente del PP gallego, de horadar base social en el País Vasco, mediante la duplicidad dosificada que siguió a la defenestración de Nicolás Redondo y los suyos; guiñar, así, discretamente al PNV, a la espera del día decisivo de trastrocar, de un golpe, las alianzas e iniciar la ofensiva.
 
Ese día -estaba claro en las agendas de todos los estrategas- habría de ser el de las elecciones catalanas: primer triunfo por mayoría aplastante, que iniciaría la avalancha de alianzas contra el poder central, al cual, una vez desgastado desde fuera, bastaría dar un seco golpe final en las elecciones generales.
 
De pronto, todo comenzó a fallar. Inexplicablemente.
 
Lo de Prestige, lo primero. Por mucho que se vocifere, es difícil que, al final, la ciudadanía no por completo descerebrada trague eso de que el hundimiento de una chatarra de la mafia rusa repleta de petróleo haya que cargárselo al gobierno español de turno. Pasado el cabreo, la sensatez se impuso. Entre otras cosas, porque el único ministro que no se escondió debajo de la mesa, un tal Rajoy, hasta entonces invisible, les dio a pseudecologistas, bloquistas y del PSOE un baño de esos de los que difícilmente puede uno levantar cabeza.
 
Luego, la guerra en Irak. No he conocido una demagogia más obscena que la de socialistas y subvencionados comediantes al rescate del más sangriento de los dictadores en ejercicio. Iba a ser el Apocalipsis, el fin del mundo, la repera... Al final, fue lo que cualquier analista que no estuviera del todo loco debiera haber previsto. Una huida despavorida del ejército sadamista ante el avance de las tropas aliadas. La caída del régimen. La muerte de los hijos del dictador y la final rendición innoble del sujeto que había dado orden de exterminar a cientos de miles de ciudadanos sin más crimen que el de no pertenecer a su clan sunnita.
 
Y, de pronto, todas las apuestas se volcaron. Hacer el ridículo en lo del chapapote no hubiera tenido por qué ser mortal para Zapatero. Apoyar a un dictador como Sadam, y, además, perder, es algo de lo que no hay político que salga vivo. De cabeza de la operación "cerco de Madrid desde la periferia", Zapatero pasó a convertirse en el chico de los recados de un Maragall que aún pensaba poder salvarse del naufragio. El golpe final, el que sitúa al líder del PSC en posición cautiva de un Carod Rovira exultante y todopoderoso, ha sido demasiado para que el partido mismo sobreviva.
 
Bono, Ybarra, Chávez si puede (que no está nada claro), intentarán salvar sus virreinatos. Con el inmenso cupo de sueldos fijos que eso incluye, y que es lo único importante, llegados a este punto de catástrofe. ¿Zapatero? Sobra a todos. Como sobra el PSOE, en tanto que partido con pretensión nacional. Todos han tomado asiento en una buena fila para ver cómo se la pega en marzo. Él solo. Después, que cada cual se agarre a lo que pueda.

En España

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