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Pío Moa

¿Con qué drama nos amenaza?

El PSC ha llamado a los dirigentes del PP “delincuentes políticos”. Como puede verse, no se cortan un pelo. Y el jefe de ellos, Maragall, cuya falta de claridad es proverbial, ha hablado de montar “un drama” si el país no se pliega a sus exigencias. Este lenguaje, un tanto gangsteril, califica perfectamente a quienes, para gobernar, no han vacilado en corromper la democracia  dando un poder desmesurado, no querido por los electores, a un partido menor y extremista, haciendo lo que les falló en Madrid (el mismo PSC se ha vuelto tan extremista como la Esquerra). Desde ese momento, cada gesto suyo y de sus socios ha sido una provocación, culminada momentáneamente en su apoyo moral a la ETA.
  
Nos hallamos ante una ofensiva, dispuesta incluso a acciones “dramáticas”, contra la unidad y la solidaridad de España. Pero es también una ofensiva sin fundamento serio, basada en “esa audacia tan semejante a la impudicia, que suele paralizar a los candorosos,  dándoles la impresión de una fuerza de choque”. Si el gobierno, como es su deber, dice simplemente NO a las exigencias de todos ellos, ¿qué pasaría? ¿Provocarían Maragall, Carod e Ibarreche algo así como la desobediencia civil, o disturbios? Esto crearía graves problemas a la población en Cataluña y Vascongadas, de los cuales serían directamente responsables sus promotores. ¿Utilizarían a las policías regionales para imponer sus designios? No cabe ni pensarlo. Ante un gobierno medianamente enérgico, cualesquiera medidas unilaterales de agresión se volverían contra sus autores, y sólo podrían conducir a la suspensión y renegociación de los estatutos autonómicos.
   
Los gobiernos españoles han jugado durante largos años con unas ideas falsas acerca de la cuestión. Han pensado que la prosperidad e integración económicas del conjunto del país diluiría los nacionalismos. Han creído que cediendo ante ellos encontrarían una generosidad recíproca y se llegaría a un acuerdo integrador que calmase sus exigencias. Han imaginado que la desaparición o la vejación constante de los símbolos  y las ideas de unidad española en Cataluña y Vascongadas no eran nada grave, y que  ya se cansarían. No han calculado ni remotamente el daño que a la larga podía hacer una enseñanza en manos de los separatistas.
  
El fruto de estos errores han sido que,  durante más de dos décadas, los vascos y los catalanes han recibido un verdadero lavado de cerebro secesionista, y que en ambas comunidades el nivel de las libertades y del respeto a los derechos  ciudadanos es muy inferior al  del resto de España (en las Vascongadas prácticamente no existe democracia).
  
Tal vez la Constitución y los estatutos deban ser cambiados, pero eso no puede ocurrir por  la presión de quienes más inquietud y ataques a las libertades han protagonizado en estos dos decenios largos. Frente a un supuesto diálogo que daña a la democracia y aspira a  la insolidaridad y la desintegración nacionales, sólo cabe un diálogo que plantee exactamente lo contrario, denunciando sin tregua los efectos negativos de los nacionalismos, tanto para el país en conjunto como para las propias comunidades a las que éstos dicen defender. Si así se hace, con tranquilidad y energía, rechazando con razones claramente explicadas las pretensiones contrarias, no habrá drama ninguno, y las acciones unilaterales que emprendan los extremistas, sus “audacias tan semejantes a la impudicia”, les  llevarán a cocerse en su propia salsa.
  
El drama, al contrario de lo que sugiere Maragall, no estaría en rechazar unas exigencias que en el fondo y la forma resultan indigestas, sino, precisamente, en ceder a ellas. Las cesiones  y retrocesos han de tener un límite, más allá del cual las consecuencias se vuelven imprevisibles.
 

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