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Los límites de la verdad

 
Dos acontecimientos han venido a coincidir en el tiempo: la presentación pública del informe elaborado por Lord Hutton, en Gran Bretaña, en el que se exonera al Gobierno y, más concretamente, a Tony Blair de haber manipulado en su favor las informaciones que le suministraban los servicios de inteligencia; el segundo, las declaraciones de David Key, el jefe del equipo americano (Iraq Survey Group) encargado de encontrar las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, en las que se muestra convencido de que Saddam no tuvo la capacidad para dotarse de las mismas en la década pasada.
 
Lo paradójico de la situación es que Lord Hutton se muestra convencido de que el gobierno británico sólo hizo un uso correcto de su inteligencia y, por lo tanto, valida lo que el MI6 decía sobre los programas de Saddam, a saber, que podía llegar a usar armas químicas en el campo de batalla y que sus programas armamentísticos estaban bien desarrollados. Y la realidad es que ése era el convencimiento no sólo de los servicios británicos, sino de todos los servicios de espionaje del mundo. Nadie, antes de la guerra, se cuestionaba que Saddam tuviera armas de destrucción masiva o estuviera a punto de tenerlas. Lo que se discutía no era su posesión ilegal, sino la forma de cómo conseguir desarmarlo.
 
Por el contrario, David Key, quien reconoce que él también participaba, como el conjunto de sus colegas de la CIA, de esa creencia, ahora viene a reconocer que estaba equivocado. Pero lo más sorprendente de su afirmación es el por qué de ese tremendo error: la imposibilidad del espionaje occidental de penetrar en la maraña de mentiras urdidas por Saddam y su entorno más cercano y que, aparentemente, estaban destinadas a hacer creer a todo el mundo que esos sistemas de armas existían. Según Key, la inteligencia falló estrepitosamente en reconocer que el régimen de Saddam estaba corrompido enteramente y falto de los recursos necesarios para avanzar en sus programas biológicos, nucleares y químicos.
 
La cuestión, entonces, es si Tony Blair y Bush decidieron y actuaron con honestidad sobre lo que sus servicios de inteligencia les suministraban. Pero el espionaje estaba equivocado: ¿Se hubiera actuado de otra forma, de haber sido conscientes de dicha equivocación? En el caso de Irak, había tantas razones para derrocar a Saddam, que el convencimiento de que no poseía de hecho de sistemas de destrucción masiva no hubiera supuesto cambio alguno, pues su peligro esencial no se derivaba de la posesión material, sino de su ambición por tenerlas y la inestabilidad que eso suponía para su pueblo, la región y el mundo entero. Ahora bien, eso no puede llevarnos a ignorar que el fallo de la inteligencia le hace un flaco favor a futuras acciones preventivas, pues la única legitimidad que se puede encontrar para ese tipo de actuaciones es contar con una evidencia rotunda manifestada a través de los servicios de inteligencia.
 
Hutton ha investigado la posible corrupción política de un gobierno interesado en presentar de manera clara una amenaza y no ha encontrado indicios ni pruebas de que se hubiera actuado en ese sentido. David Key pone el dedo en la llaga de los servicios de inteligencia, pues para evitar nuevos errores como el de Irak, se impone una revisión de sus procedimientos de recolección de información y de análisis. Es hora de preguntarse seriamente por qué y cómo fallaron, y  de poner remedio a sus deficiencias.
 
 
GEES: Grupo de Estudios Estratégicos

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