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Ramón Villota Coullaut

¿Qué pasa con los menores que delinquen?

La jurisdicción de menores tiene un problema gravísimo, en su origen. La nefasta Ley Orgánica de Responsabilidad Penal del Menor, una ley que, a pesar de haber sido reformada en diversas ocasiones, sigue sin resolver los problemas de una delincuencia juvenil en auge. Desde su entrada en vigor, el 12 de enero de 2001, ha demostrado una total carencia de recursos para luchar contra la delincuencia juvenil, en unos casos porque las medias rehabilitadotas son escasas en la práctica y en otros porque olvida que trata con delincuentes, tratándolos bajo un prisma rehabilitador casi exclusivamente, por no decir exclusivamente.
 
Así, si la Ley prevé la existencia del internamiento terapéutico la Comunidad de Madrid, una de las que más fondos dedica a esta materia, no tiene ningún establecimiento dedicado a estos menores, por poner un ejemplo. Y el seguimiento del menor en libertad es más simbólico que real. Por otra parte, la excesiva lentitud de los procedimientos de menores –y más ahora, que los comparamos con los juicios rápidos– hace que podamos preguntarnos si no sería beneficioso que esta justicia, aplicable a menores de edad, fuese más ágil.
 
En la actualidad, un menor comete un delito y es detenido. Se le toma declaración y, salvo casos de extraordinaria gravedad –por ejemplo, un caso de homicidio–, sale en libertad y espera a que en unos meses, 3 o 4, la fiscalía le llame. De esta forma, es posible que el menor detenido por robo con violencia o intimidación aparezca unos meses más tarde delante del fiscal, incluso con unos cuantos antecedentes policiales más, para que posteriormente el equipo técnico diagnostique qué medida le conviene a su mejor resocialización. Desde luego lo que no le conviene a su resocialización es esa espera de meses sin cumplir sanción alguna. Esa situación le crea, con total seguridad, una sensación de impunidad muy difícil de quitar posteriormente.
 
En cambio, si el mismo hecho, robo con violencia o intimidación, lo comete un mayor de edad, vemos la diferencia con mayor claridad. En casos así la prisión provisional, con un plazo de hasta 2 años, hace que realmente la respuesta penal se vea con mayor claridad por el presunto delincuente. No es así en la jurisdicción de menores, en donde no es extraño encontrar a chicos de 16 o 17 años con 20 0 30 antecedentes policiales y sin haber cumplido en ningún momento una medida de internamiento en régimen cerrado (así se llama en la Ley de Responsabilidad Penal del Menor, eufemísticamente, a la pena de prisión).
 
Y si el interés de esta Ley es ayudar a la resocialización del menor, no parece que el mejor método sea explicarle, con los hechos en la mano, que todo lo que haga hasta que cumpla la mayoría de edad le va a resultar gratis. Porque lo que estamos haciendo es forjar a los delincuentes del futuro, que con 16 o 17 años roban a punta de navaja y no son sancionados en la práctica más que pasados unos meses o incluso un año, con una sanción que puede incluso no conllevar medida alguna de internamiento, tan sólo una libertad vigilada. Pero cuando cumplen los 18 años y se ven incursos en una situación semejante se ven con una posible pena de prisión de dos a cinco años, una pena que es real.
 
Bien, pues esto es lo que ocasiona una ley bienintencionada, una ley –la Ley de Responsabilidad Penal del Menor–, cuyos efectos los vamos a sentir durante muchos años, porque cuando se entra en la dinámica de la delincuencia de esta forma es muy difícil que tenga éxito cualquier política rehabilitadora, por mucho superior interés del menor que se utilice, como reiteradamente esta Ley nos recuerda a cada paso que se da. 

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