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Lucrecio

Vivir se ha vuelto muy duro

Sucedió en París, hace unas pocas semanas. En el curso de una de las asambleas, coloquios, foros, o como ahora se llamen (yo soy ya un residuo arqueológico y me pierdo en los neologismos) de los alterglobalizadores, que según me cuentan es como deben ser llamados ahora quienes antes, sin saber demasiado bien qué demonios designaban con eso, hacíanse llamar antiglobalizadores.
 
La chica que subió a la tribuna en Saint Denis debía de ser una añorante de otros tiempos. De los míos, por ejemplo. Arqueología. Y soltó algo que a cualquiera de mi edad le hubiera parecido obvio: que el encierro de las mujeres en la posición subsidiaria de siervas de sus machos, que el Corán impone y el velo sella, es algo inmundo; y que bajo ningún concepto puede ningún sujeto racional aceptar eso: ni en Francia ni en Riad; ni en España, por supuesto. La chica, desde luego, no debía de saber muy bien en dónde estaba hablando; o quizá poseía un envidiable sentido de lo heroico. La respuesta fue inmediata y previsible.
 
Una banda de bárbaros con cobertura islámica, discípulos supongo del siniestro Tarik Ramadán, se abalanzó sobre el estrado para lincharla, a los muy coránicos gritos de pute y salope. La puta guarra fue salvada de la violación y el pasaje por la tourmix in situ por la actuación de los servicios de seguridad. Nada la salvó, sin embargo de lo que vino luego. Los colectivos de la izquierda muy revolucionaria francesa allí presentes intervinieron de inmediato, sí. Para defender la actuación de los linchadores, quienes, a fin de cuentas, estaban plenamente justificados en su ira contra la islamófoba, porque eran musulmanes que “arrastraban tres generaciones de explotación en Francia”, y tenían pleno derecho a vengarse de ello. Y que, a fin de cuentas, los revolucionarios de hoy deben establecer una alianza estratégica con el islamismo, sean cuales fueren sus creencias, “porque ésa es la religión de los pobres de este mundo”.
 
Lo peor no fue ese dislate masoquista. Lo peor fue leer los nombres de los promotores de tal llamada al suicidio más imbécil; de tal llamada a hacer ceniza de los más elemental de cuanto conseguido a lo largo de las luchas sociales del siglo XX: la plena igualdad jurídica, social y política de las mujeres. Lo peor de todo —al menos para mí— fue leer los nombres de los firmantes de semejante engendro. Y hallar, entre ellos, los de algunas de las mejores cabezas de mi generación.
 
Lo peor de todo fue constatar que, frente la decisión casi unánime del Parlamento francés de prohibir el velo en los centros de enseñanza pública y hospitales, sólo ellos y el nazi Jean-Marie Le Pen se empeñan en hacer retornar a las mujeres a las cavernas. Es el mundo boca abajo.
 
Vivir, verdaderamente, se ha vuelto muy duro. Vivir y tener memoria.

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