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Juan Carlos Girauta

Más allá del seny y la rauxa

Según el tópico, a los catalanes nos asiste la virtud del seny. No lo crean. Se trata de una excusa para no prestar dinero y, de paso, quedarse uno convencido de que hace lo correcto. Hay una versión estrecha de lo catalán alimentada por dichos ciertos que el habla común reserva a los que se salen del camino trillado. Del ambicioso, del que trata de escapar de la medianía, se dirá que no toca de peus a terra o que es un somniatruites. Mucho más interesante, y quizá igual de falso por lo escaso, es el catalán arrauxat que encarna el maravilloso personaje de Dalí.
 
Por la ruta daliniana de Figueres pasa más de un millón de visitantes al año. Hace ya mucho que la capital del Alto Ampurdán extrae incontables beneficios del hijo iluminado de aquel notario, y la ubre no dejará de dar su leche. Pero los mayores del lugar recordarán lo que se decía del pintor en su propia tierra cuando ya había reventado el movimiento surrealista de Breton en París, se había convertido en el pintor de moda en Nueva York y recibía encargos de Hitchcock y Walt Disney. ¿Qué pensaban de él los assenyats? Que no tocava de peus a terra, etc.
 
El centenario de Dalí agrandará un poco más una figura que ya está entre los grandes iconos del siglo XX, pero la Cataluña oficial de principios del XXI se siente sumamente incómoda con este personaje imposible de etiquetar y con una obra escrita blindada a los maniqueísmos nacionalistas. Ahí está el hecho innegable de su apoyo a Franco (se acostaba con el himno nacional, según testimonio de Racionero), ahí está la evidencia de que su legado fue a parar al pueblo español, “sin ningún género de diferencias”, se empeñó en aclarar. El nacionalismo catalán tiene un problema con los grandes nombres de Cataluña. Al más universal le han de rendir ahora homenaje, y lo hacen a disgusto, disfrazando en lo posible al auténtico Salvador Dalí, normalizándolo, amputándolo. A su mejor prosista, Josep Pla, lo detestan porque también fue franquista y porque nadie fue más brillante ni más mordaz en el retrato de las izquierdas y del nacionalismo durante los convulsos años treinta. ¿Qué diría hoy este otro ampurdanés de Pasqual Maragall?
 
Da casi miedo comprobar el creciente parecido de Maragall con Companys. Se le está poniendo la misma cara y se le están descubriendo parejos errores. Es una especie de maldición que habría que investigar. Aclarar las raíces de esta voluntad de perder, de volver al drama, de pasear por el borde del precipicio, puede enseñarnos mucho sobre ciertos patrones que no son nuestra identidad pero que se confunden con ella.
 
La obsesión de periodistas, escritores y ciudadanos de a pie con el quiénes somos, cómo nos ven, etc, es un síntoma recalcitrante. Acaso jamás desaparecerá mientras los catalanes que no estamos dispuestos a pasar por el lecho de Procusto del nacionalismo no rompamos con las premisas de la cuestión identitaria, onanismo inútil, estéril sacrificio de energía. Creemos al margen de los maniqueos, creemos en catalán y en castellano, las dos lenguas de Cataluña, creemos en libertad y que les frían un pimiento.

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