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Agapito Maestre

El demócrata Kant

Dice Jiménez Losantos, en el diálogo del 11 de febrero, que Kant es más una fuente del liberalismo que de la democracia. ¡De acuerdo! Porque a Kant le tocó lidiar con la cuestión fundamental del siglo XVIII:  la autonomía del individuo. O sea, su libertad. Pero la democracia sería imposible sin aceptar que el hombre, por decirlo con las palabras del propio Kant, es el legislador del universo. Por encima de dioses y Estados está el hombre libre. La gran conquista del liberalismo kantiano es la imposibilidad de construir un espacio público político que preexista a la autonomía de los individuos. Sin embargo, el pensamiento político hegemónico de los siglos XIX y parte del XX justificó la limitación, a veces represión, del individuo por parte del Estado,  porque pensó que era la única manera de resolver la famosa cuestión social. ¡La libertad no es nada, dicen los déspotas del igualitarismo, con pobreza! Por fortuna, ese presupuesto ha devenido falso, ideológico, porque  allí donde no hay libertades no sólo no hay democracia, sino que la cuestión social parece irresoluble. No hay, pues, democracia ni riqueza sin vuelta al individuo libre. El liberal Kant es inseparable de su defensa de la democracia.
 
En cualquier caso, en el segundo centenario de su muerte, Kant seguirá siendo grande si logramos leerlo al margen de las caricaturas que de él han formado los kantianos de academia. ¡Casi todos! Un ejemplo de estimulante lectura para aquí y ahora de su filosofía política es la realizada por Gluksmann en el bello trabajo Kant en Bagdad. Todo un resumen, una tabla de salvación, para bachilleres acosados por las palomitas de la paz de sus neokantianos profesorcitos. El autor de Könisberg está lejos para el valiente francés de cualquier pacifismo dominguero, menos todavía tiene que ver con los predicadores de la paz de los cementerios o con la paz a cualquier precio. Peor que las guerras son las situaciones de despotismo. Tampoco es Kant esa caricatura de los pobres bienpensantes que consideran que el hombre es bueno por naturaleza. Falso. “El hombre desea la concordia, pero la naturaleza sabe mejor que él lo que le conviene a su especie: ella quiere la discordia”. La solución que propone Kant es genial: asumir la “insociable sociabilidad” como definición de la condición humana. En vez de construir castillos en el aire es necesario asumir las “cualidades de insociabilidad (...). Los hombres, tan mansos como los corderos que pastorean, no otorgarían más valor a su existencia que a la de su rebaño; no colmarían el vacío de la creación.”
 
Hay otros dos aspectos de la lectura que hace Glucksmann de Kant que son irreprochables. Primero, la federación de Estados republicanos propuesta por Kant para legitimar un orden mundial de paz y progreso nada tiene que ver con la actual ONU, porque para incorporarse a esta organización no se exige a las naciones  las condiciones mínimas de una república kantiana: libertades de expresión, derechos de las minorías y respeto al individuo y al ciudadano. Por lo tanto, la comunidad atlántica que han intervenido en Irak está más cerca de Kant que el eje París-Berlín-Moscú-Pekín, porque estas dos últimas están alejados de las normas republicanas de Kant.  Segundo, en cuanto Kant es un defensor del individuo ilustrado, un caminante libre y con paso erguido, condenará cualquier fórmula oscurantista y tutelar que impida la posibilidad de salir a los individuos de su minoría de edad, por ejemplo, aquella que considera que la soberanía del Estado es superior a la libertad de los individuos. Precisamente, porque la soberanía del Estado es vacía si no respetar la de sus ciudadanos,  está justificado interferir –el famoso principio de injerencia– contra la famosa y, casi siempre criminal,  soberanía absoluta de los Estados.

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