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Alberto Recarte

Astilleros públicos

En la larguísima crisis industrial de finales de los setenta y los ochenta, la sociedad española se vacunó de sindicalismo y de manifestantes violentos que defendían sus salarios en las empresas públicas en crisis. El coste económico fue enorme y todavía se está pagando en forma de prejubilaciones y pensiones de privilegio. Quedan restos, como los astilleros de Izar, con alrededor de 10.000 trabajadores, que han tomado por la fuerza las carreteras cercanas a sus sedes de trabajo. Las carteras de pedidos están semivacías y los costes son demasiado altos, lo que no obsta para que los sindicatos pidan aumentos de salarios y seguridad en el empleo, pase lo que pase con la cifra de ventas de sus empresas.
 
Esos miles de trabajadores son uno de los últimos grupos privilegiados de nuestro sistema laboral, pues saben que el hecho de que Izar sea una empresa pública les da una especial protección. Su comportamiento violento, coincidente con el periodo electoral, permite valorar lo que nos han ahorrado las privatizaciones de empresas públicas –una política imprescindible para evitar la parálisis económica que provoca el exceso de poder sindical– durante los últimos ocho años. Se podrá disentir si, en algunos casos, fueron acompañadas de suficiente liberalización en los mercados; de lo que no cabe duda es de que nos han librado de la violencia previsible de los que sienten –y saben– que tienen prisioneros a nuestros gobernantes.
 
Hace tiempo que Izar debería haber procedido a un cierre patronal, previo a un ajuste de plantilla y una reconsideración del futuro de la empresa, de qué partes están sanas y cuáles no serán nunca rentables. Habrá que esperar a después de la elecciones, pero la SEPI no tiene otra alternativa que actuar con criterios empresariales y no ceder a la tentación de cerrar en falso el actual conflicto.
 

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