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Jorge Vilches

El tormentoso camino al poder

Al tiempo que se van alejando los terribles días que acongojaron a España, el horizonte se despeja y permite un análisis un poco más sosegado de las elecciones del 14-M y de su entorno. La impresión es que era crucial determinar antes de dicha fecha quién era el grupo terrorista que atentó en Madrid, pero por una razón política bien ajena a la justicia. Existía toda una armazón argumental para responsabilizar al PP o deslegitimar su posible victoria electoral, con el objetivo explícito de crear una opinión pública favorable al voto al PSOE. El problema que ha suscitado su puesta en práctica es que ha puesto en vigencia unos métodos y un discurso que, a medio plazo, pondrán en serios apuros al Gobierno Zapatero.
 
El discurso contra el PP estaba servido desde hacía mucho tiempo. Durante años, la estrategia de la prensa progresista ha sido afirmar que el PP ha utilizado el terrorismo para ganar votos. Incluso se dijo que “ETA vota al PP” y que existen “amenazados profesionales”. El PNV y la izquierda periodística compartieron el análisis de la situación: en la “cuestión de Euskadi”, dijeron, había dos polos, uno era ETA y el otro el PP. Adoptaron la equidistancia, pues era una posición cómoda que permitía la condena del atentado y la crítica al Gobierno. El término mágico y falso de “diálogo”, que encubre siempre una cesión frente al terror, quisieron presentarlo como una vía entre la barbarie etarra y, atención, la defensa de la ley que hacía el Gobierno popular.
 
No bastó que Zapatero patrocinara un pacto por las libertades y el terrorismo, o que los éxitos policiales casi aniquilaran a la banda asesina. ETA, decían, era el producto de un conflicto político sin solución policial, y Aznar un hombre “prepotente” y “antipático” empeñado en crispar a los españoles. La izquierda política no dudó entonces de calificar al presidente del Gobierno de “autoritario”, “autista”, “absolutista” o “despótico”. Y después salió la “gente de la cultura”, antiamericanos que suspiran por recoger algún día un óscar, diciendo que no había libertad de expresión. En definitiva, la consigna era que si ETA seguía en activo era porque el Gobierno se negaba a dialogar.
 
La guerra de Afganistán y, sobre todo, la de Irak, proporcionaron a la izquierda la parte del discurso que les quedaba. La derecha de siempre, no hay otra, bebía los vientos por seguir al imperialismo yanqui, y rompía la “vieja Europa”. La manipulación llegaba a identificar al Viejo Continente con Alemania, Francia y Bélgica –justo los que se oponían a la guerra-, como si España, Italia, Holanda, Gran Bretaña o Grecia no hubieran aportado nada a la civilización occidental. El argumento, pintiparado para las víctimas de la LOGSE, era que Aznar, Bush y Blair cambiaban “sangre por petróleo”. Alentaron entonces una campaña de acoso, insultos, agresiones y ataques a sedes populares que duró más de un mes. No faltaron los incidentes bochornosos en el Congreso de los Diputados, con carteles, camisetas y voces, más propios del Parlamento coreano que de uno occidental.
 
Y el momento cumbre llegó cuando no se encontraron las armas de destrucción masiva en Irak. La consigna fue: “El Gobierno miente, el Gobierno miente”. No importó que Aznar y Palacio dijeran que el Gabinete español había seguido los informes proporcionados por la inteligencia estadounidense, y que el objetivo no era sólo encontrar tales armas, sino acabar con un régimen dictatorial y genocida que acogía y fomentaba el terrorismo. La caída de Sadam fue rápida, y muy a pesar de algunos oráculos periodísticos que esperaban un “nuevo Vietnam”. Los primeros conatos de resistencia de los mujaidines de Sadam sirvieron para que la izquierda dijera que las “tropas de ocupación”, en lugar de acabar con el terrorismo, lo fomentaban. Y terció Ben Laden, que señaló a los países occidentales, al igual que había hecho antes cientos de veces, como objetivo de sus acciones. En definitiva, el mensaje era que el apoyo de Aznar a la guerra ponía a España en el punto de mira del terrorismo islámico.
 
De esta manera, y recapitulando, si ETA hubiera perpetrado el atentado del 11-M, la prensa progresista, la “gente de la cultura” y la izquierda política habrían dicho que los “etarras votan a Rajoy”, aprestándose a continuación a deslegitimar por anticipado la victoria popular, achacándola a la utilización del terrorismo. En su discurso aparecería el PP tan culpable como ETA, por no dialogar, poniendo como contraejemplo el protectorado que Carod-Rovira ha conseguido para Cataluña. Pero los asesinos resultaron ser un grupo terrorista islámico, y el Gobierno hizo lo que cualquier Ejecutivo en un país democrático avanzado: seguir las indicaciones de los especialistas. No le importó a la izquierda que las comparecencias de Acebes fueran frecuentes, pues ni siquiera les habría valido una retransmisión televisada de la investigación. Era la oportunidad para continuar con los eslóganes del “No a la guerra” y el acoso físico a personas y sedes populares. En la misma jornada de reflexión, se acusó al PP de mentir, manipular y ocultar datos, e incluso de querer dar un golpe de Estado.
 
Esta estrategia global contra los populares se ha basado en un discurso, en definitiva, que cuestiona el carácter democrático del Gobierno cuando éste no atiende a determinadas reivindicaciones. Pero además, la izquierda política ha justificado los excesos callejeros y las ilegalidades en las manifestaciones, además de regalar sus oídos y de prometer todo aquello que creía que podía reportarle votos. La movilización callejera -no confundir con la cívica o ciudadana-, es un elemento que, desbocado, imbuido de victoria, se cree legitimado para exigir cualquier cosa. El partido que en democracia llega al poder gracias, entre otras cosas, a poner en cuestión la legitimidad de las instituciones y las decisiones legales del Ministerio que derrota, acaba siendo víctima de ese discurso y esos métodos, a manos de los mismos que le auparon al Gobierno.

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