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Pío Moa

Lo oculto y lo evidente

Veamos dos casos históricos. En 1931, se produjo el hecho sin precedentes de que los monárquicos, ganadores en las elecciones municipales, entregasen el poder a sus enemigos, que las habían perdido. He aquí la evidencia. ¿Hubo en ello algún elemento oculto, como una conspiración masónica? Quizá. Ya reseñé en otro lugar cómo Vidarte atribuye a Romanones, principal autor de la maniobra entreguista, la condición de miembro especialmente secreto de la masonería… la cual se decantaba muy mayoritariamente por la república. Aclarar el posible masonismo de Romanones ayudaría mucho a entender lo ocurrido, pero no alteraría el análisis político de los sucesos y sus consecuencias. Pues, volviendo a la evidencia, la presunta conspiración no habría tenido éxito sin la profunda corrupción moral de la mayoría de los monárquicos, dato decisivo a no olvidar en aras la oculta y presunta conspiración.
Caso también mal aclarado fue el asesinato de Calvo Sotelo. Hay vagos indicios, nuevamente, de una conspiración masónica, y yo he señalado los muy fuertes que apuntan a Prieto y que, extrañamente, no han sido tenidos en cuenta antes por casi ningún historiador. Nuevamente, si alguien demostrara la implicación de Prieto o de la masonería contribuiría notablemente al esclarecimiento del crimen, pero no cambiaría nada esencial: estuviera quien estuviera detrás, el hecho culminaba una cadena de desmanes revolucionarios y abría las últimas compuertas a la guerra civil, y ésta clara realidad ha de ser la base del análisis historiográfico.
 
Pues a menudo, por buscar lo oculto descuidamos lo evidente, como pasa a veces ahora mismo ante el atentado del 11 de marzo. Tiene el mayor interés saber quién lo cometió y quién lo inspiró, y no deben ahorrarse esfuerzos para averiguarlo, pero lo haya hecho quien lo haya hecho, sus trascendentales consecuencias políticas están a la vista, y de ellas debemos partir. Un comienzo de la indagación empieza siempre por los beneficiarios del crimen, si bien ello no acarrea la adjudicación de la culpa directa. Un hombre rico es asesinado, pasando su fortuna a un sobrino: ello no significa que éste lo haya matado por la herencia, aunque pudiera ser.
 
Salta a la vista a quién ha beneficiado el atentado, y quiénes se han alegrado de su efecto electoral: Mohamed VI, Chirac, el integrismo islámico, los separatismos catalán y vasco, incluso Fidel Castro o los comunistas de Izquierda Unida. Todos ellos han sacado, están sacando, gran tajada política de la victoria electoral de Zapatero, a quien, de una u otra forma, consideran el hombre ideal para sus intereses en España. Se trata de una evidencia irrebatible, digna de la mayor atención, siendo secundario, aunque no sin importancia, el dato oculto de si alguno de ellos –o varios– organizó, inspiró, o permitió el atentado. En cuanto a las consecuencias políticas, lo último no tiene relevancia especial ahora, aunque la habría tenido de haberse descubierto a tiempo.
Dicho de otro modo, lo que va a tener efectos políticos reales es el beneficio recibido por esas fuerzas y el carácter de ellas, tanto si están detrás del atentado como si están al margen de él. Por lo tanto, hemos de prepararnos para cuatro años en que esos beneficiarios de la matanza van a disponer de un poder inusitado. En cuanto a su carácter, todos, salvo Chirac, son enemigos directos de la democracia española, y Chirac lo es de la influencia de España en Europa. Los enemigos de la democracia, la unidad y la influencia de España están de enhorabuena, por el momento.
 
Sin olvidar al principal beneficiario, el PSOE. No parece siquiera imaginable la participación de ese partido en el atentado, pero eso no lo vuelve inocente del todo, pues lo ha explotado de forma artera y antidemocrática, a través, sobre todo, del aparato de manipulación de Polanco. Y lo ha explotado en alianza, formal o de hecho, con los comunistas y los nacionalistas catalanes y vascos, incluidos los terroristas. He ahí otro dato evidente, nada oculto y del máximo significado, a no perder de vista por buscar demasiado obsesivamente a los autores o inductores concretos. Conviene subrayar la alianza, pues no se ha tratado de una mera y casual coincidencia.
 
La calidad de esa alianza la revelan sus primeras actuaciones tras su éxito: los manejos dudosamente democráticos en el Senado; el desafío a la ley por los secesionistas, proclamando su desobediencia a las decisiones del Parlamento que no les gusten; las jactancias de los comunistas por haber participado en las delictivas concentraciones del día de reflexión; la intimidación, por medio de paquetes bomba, a Jiménez Losantos y otros significados formadores de opinión de la derecha; las amenazas de mayor represión contra el idioma común español, y ataques renovados al pluralismo cultural y político en Cataluña; la vuelta de los agentes de Felipe González en los años de mayor corrupción; etc. Todo esto, junto con la manipulación mediática, los pactos con los terroristas o la imposición y la coacción en la calle, indican unos tics totalitarios y la vieja tendencia a romper las reglas del juego que llevaron a la guerra civil. Como ha observado Carlos Semprún, el pensamiento político de esos partidos se reduce a una frase: “la democracia vale si mandamos nosotros; si no, es reaccionaria”. Y contra la “reacción” todo vale. Esta es la gente que nos gobernará los próximos años.
Alguien podría argüir que mi punto de vista equivale a negar, a mi vez, la democracia si no es la derecha quien manda. Debo insistir en la diferencia. El problema no está en quien mande, sino en que la izquierda mantiene una básica intolerancia política y actúa con métodos violentos o en desafío a la ley, y por eso su mandato resulta peligroso para la vida en paz y libertad. Nadie duda, por ejemplo, de su derecho a oponerse al apoyo español a la guerra contra Sadam, pero la forma como lo hizo tendía a hacer imposible la convivencia, y comenzó a extender por el país el mismo clima de las Vascongadas, donde la democracia está en ruinas. Y todos los indicios apuntan a que el proceso seguirá adelante.
 
Pero el examen de las evidencias no debe detenerse ahí. El PP pensó que las violencias, los extremismos y las manipulaciones se volverían contra sus autores. Y así debiera ser en una democracia sana. Y en una democracia sana casi nadie habría reaccionado a la matanza rindiéndose moralmente a los asesinos. Es decir, el atentado habría sido rechazado frontalmente, y nadie habría podido manipular a la opinión. Pero ha ocurrido al revés, prueba de una cruda degradación de nuestro sistema de convivencia. No son tan relevantes las manipulaciones y extremismos como su éxito entre millones de personas. Ahí está el dato más significativo y preocupante. Pues si el electorado hubiera reaccionado en contra, los manipuladores habrían tenido que contenerse y rectificar, aunque fuera a regañadientes y contra sus verdaderos sentimientos. Pero, por el contrario, han recibido el calor de las multitudes, y eso sólo puede animarlos a seguir en la misma dirección, la del triunfo y el poder, en apariencia.
 
De este conjunto de evidencias, la principal es la última, y valdría mucho la pena dedicarle algún esfuerzo de análisis. El recital de cobardía e histeria ofrecido esos días por buena parte del pueblo español no se ha producido sin largos ensayos previos. La moderación, uno de los pilares de la transición y la democracia españolas, junto con la prosperidad, está haciendo agua. En su primera etapa en el gobierno, la izquierda puso en grave riesgo la prosperidad, y en la que se anuncia ahora empieza por amenazar muy seriamente la moderación. Ésta es necesaria para la democracia, pero no suficiente. Hace falta una educación de masas en la libertad, educación socavada por la izquierda y desatendida por una derecha dominada por un pragmatismo romo, que descuidó todo el tiempo el combate de las ideas. Ojalá haya tiempo todavía de rectificar. Y deseo de hacerlo.
 

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