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Robert A. Sirico

Liberación despótica

Luego de una corta estadía en Africa, Jean-Bertrand Aristide está ahora en Jamaica examinando sus futuras opciones, que incluyen una invitación de asilo en Venezuela por parte del presidente Hugo Chávez. Con la salida de Aristide, Haití no sólo se deshizo de un déspota sino también de un icono de la envejecida teoría del socialismo cristiano que en un tiempo gozó de gran influencia en los seminarios latinoamericanos. Como ex sacerdote de la orden salesiana, Aristide defendía la Teología de la Liberación, en la cual se intenta relacionar la dialéctica marxista con el Evangelio, en defensa de los pobres.
 
Siendo pastor de una parroquia muy pobre de Puerto Príncipe, Aristide a los 29 años de edad predicaba la necesidad moral de utilizar la violencia en la política. Por ello fue expulsado de la Congregación Salesiana, pero continuó sus actividades políticas hasta lograr ser elegido presidente de Haití en 1990. Fue derrocado por un golpe de Estado ocho meses más tarde, pero el presidente Bill Clinton –con gran optimismo– lo restauró al poder en 1994, asegurando que sus antecedentes y valores políticos eran justamente lo que su pobre país requería. Fue reelecto el año 2000.
 
Pero resultó que el modelo de “liberación” de Aristide tenía mucho que ver con lo que los haitianos anhelaban quitarse de encima. Centralizó el poder en sus manos, canalizó el saqueo para beneficiarse él y premiar a sus amigos, dio la espalda a los pobres y poco le importó el bien común. La revuelta en su contra pudo haber comenzado entre comerciantes y propietarios, pero pronto se extendió a todos los sectores de la sociedad.
 
La Teología de la Liberación era vista por muchos en los años 80 como una importante revelación que apartaba el ateísmo de la teoría marxista. Ella tuvo especial acogida en América Latina, donde el ateísmo se rechaza. Y para los nuevos estudiantes de teología tenía el atractivo de traer el Reino de Dios a su país, lo cual era mucho más emocionante que las actividades tradicionales de la Iglesia
 
Hay mucha gente sincera entre los defensores de la Teología de la Liberación. Aristide tenía en gran parte razón cuando denunciaba al régimen de Duvalier y los teólogos con razón criticaban a gobiernos que daban la espalda a los pobres.
 
Durante el apogeo de la Teología de la Liberación, el Vaticano confrontó clara y abiertamente sus errores en el campo de la fe y la moral. Y no menos importantes eran sus errores económicos. En lugar de ver a los gobiernos como una fuente frecuente de opresión, la Teología de la Liberación apuntaba al capitalismo y a la propiedad privada como la raíz del problema.
 
Y aquí enfrentamos un viejo problema. Si eliminamos la propiedad y el intercambio, ¿qué nos queda? No surge la maravillosa utopía en la que sueñan los socialistas, sino un estado que planifica la economía, lo cual jamás funciona eficientemente ni promueve el desarrollo. El resultado es el caos económico, donde los más pobres son siempre quienes más sufren, como lo declaró Juan Pablo II en su encíclica sobre la economía en 1991.
 
Sin un concepto coherente de la economía ni comprensión sobre su funcionamiento, la Teología de la Liberación termina fomentando lo que denuncia: la centralización del poder en manos de unos pocos y en perjuicio de la mayoría. Esa historia se ha repetido tantas veces en el último siglo que uno pensaría que los estudiantes de teología se han debido dar cuenta que el socialismo no es el camino, por razones tanto morales como prácticas. Pero siempre quedan aquellos que piensan que el próximo intento, con la persona ideal, sí se traerá el cielo a la tierra.
 
El despotismo de Aristide tuvo mucho que ver con su apego a la Teología de la Liberación. No es otra cosa que la justificación de la tiranía de unos pocos sobre los demás; algo tan antiguo como la maldad humana, por más que se trate de disfrazar bajo un manto de “liberación”.
 
© AIPE
 
 
Robert A. Sirico, sacerdote católico, presidente del Acton Institute for the Study of Religion and Liberty.
 

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