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José García Domínguez

La gran arma de destrucción masiva

Hasta hace un año, en Irak había una gran arma de destrucción masiva. Se llamaba Sadam Husein, y no hacía falta ningún inspector Blix para averiguar su localización exacta y desactivarla. Aquellos dos metros y pico de sátrapa árabe constituidos en artefacto mortífero no dejaron de funcionar con precisión milimétrica durante treinta largos años. Desde que se puso en marcha, esa máquina del exterminio eliminó cada día a 430 seres humanos, como promedio. Si nuestras plañideras pacifistas hubieran logrado salvarlo, hoy, 430 iraquíes más habrían desaparecido en el fondo de alguna piscina repleta de ácido. Y otros tantos mañana, y pasado. Quién sabe, tal vez seguiría ocurriendo cada día durante otras tres décadas, ante la fosa común de la progresista buena conciencia de la civilizada Europa.
 
Neutralizado Sadam, ahora mismo, la principal arma de destrucción masiva que existe en el mundo es la estupidez. Nosotros tenemos un gran arsenal en casa, de los más peligrosos. Sin ir más lejos, Diego López Garrido, un hombre de confianza del próximo presidente del Gobierno, acaba de llamar ladrón al primer mandatario de los Estados Unidos. López sostiene que el objetivo de la intervención aliada en Irak “no era cambiar el régimen, ni implantar la democracia”, sino “el petróleo”. Durante la guerra, en el peor momento de la fractura atlántica, ni a Chirac, ni a Schröder, ni a Putin se les ocurrió decir algo así. Pues bien, aquí, lo acaba de soltar López.
 
Es probable que la embajada de Estados Unidos, junto al vídeo de ese programa televisivo en el que un periodista gubernamental le menta la madre a su presidente, ya haya remitido a Washington un informe sobre la doctrina de los asesores de ZP. Lo sabremos el día que Mohamed VI se anime a dar una vuelta por Ceuta y Melilla para comprobar si en los mercados de abastos regalan perejil.
 
Cuando los marines norteamericanos se desplegaron en Serbia para robar el petróleo de Milosevic, ni López ni el PSOE en pleno repararon en que aquélla era una guerra ilegal. Porque no la declaró la ONU, ese santo e infalible sínodo en el que el setenta y cinco por ciento de sus prelados son delincuentes comunes, cleptómanos o carniceros de todas las especialidades imaginables de la charcutería. Después, cuando la Naciones Unidas permitieron que un millón de tutsis fueran pasados a cuchillo en Ruanda, tampoco López ni el resto del PSOE tuvieron nada que decir. Porque barruntan que eso debe estar por África y, ya se sabe, ese tema lo lleva Francia.
 
Pero ahora es distinto, ahora las nuestras son “fuerzas de ocupación” y “no aportan nada”. Ahora, hay que salir corriendo de Irak para obedecer las últimas voluntades delTunecino,el Chinoyel Mowgi. Y que se encargue la ONU del traspaso de poderes al Ejército del Majdi, a Ben Laden o al propio Sadam, qué más da. Ya dijo Günter Grass, el gran referente ético del socialismo europeo, que no tendríamos que habernos preocupado tanto “porque hayan matado a tres mil blancos en Nueva York”. Y si piensa así Grass, que militó en las Juventudes Hitlerianas, por qué habríamos de esperar razonamiento distinto de nuestro Garrido, que sólo salió de algo muy similar, el Partido Comunista, para dar lustre teórico al nuevo “socialismo liberal” del presidente ZP.  

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