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En Berlín, en la exposición Topografía del Terror, sita en las ruinas de una sede del poder nazi, hay una fotografía de un asesinato de civiles perpetrado, creo recordar, en Lituania, en 1941. Tres hombres están de rodillas en el suelo y tras ellos, de pie, cuatro soldados alemanes les apuntan con sus revólveres. Unas palas atestiguan que a los prisioneros se les obliga a cavar sus propias tumbas. Uno de los soldados que va a disparar el tiro en la nuca ríe abiertamente.
 
La risa del verdugo nazi antes de proceder a su faena favorita nace del mismo tronco que la alegría que sintieron algunos musulmanes, y otros que en su día fueron cristianos, tras los atentados del 11-S, y seguramente después de todas las demás masacres, incluida la de Madrid. El mismo del que brotan las celebraciones de los de ETA cada vez que sus sicarios asesinan. Para explicarlo, hace décadas hubiéramos hablado sin rebozo del “mal”, pero estamos en Europa, y ya no formamos con los simples que aún llaman al pan, pan y al vino, vino.
 
La foto me ha venido a la memoria tras el asesinato (ejecución, dicen los medios) del italiano Fabrizio Quattrocchi a manos de quienes lo habían secuestrado en Irak. Al Yazira recibió el vídeo, pero no lo emitió porque era “horrible”. Como no confío en los buenos sentimientos de la cadena árabe, sospecho que pensaron que la difusión de la atroz escena podía encender la indignación de los europeos. Tal vez. En todo caso, sé que prefieren que la indignación se cebe en los políticos que “nos han metido en el avispero iraquí”.
 
Eso mismo quiere el capo terrorista, y multimillonario, Ben Laden. “Son vuestros políticos los que envían a vuestros hijos a matar y a morir pese a vuestra oposición a la guerra”, decía en su último mensaje. Un mensaje cuidadosamente elaborado, con denuncia de las “multinacionales” incluida, para caerle bien a la izquierda europea, sobre todo, a la extrema (y a la extrema derecha).
 
El asesinato del rehén italiano ha individualizado el terror, que suele difuminarse en la multiplicidad de muertos en los atentados. Algo similar ocurrió cuando la ETA secuestró y asesinó a Miguel Ángel Blanco. Por si alguien no sabía de quiénes se hablaba cuando se hacía referencia a “la resistencia iraquí”, émula, según decían, de heroicas rebeliones de otrora, el asesinato de Quattrochhi debía aclarárselo. Claro que será difícil si no lo habían hecho antes los atentados contra las comisarías, los hoteles, los restaurantes, los que pasaran por allí y hasta contra la ONU, esa organización que Ben Laden define como “un instrumento criminal”.
 
Camus dice que el fascismo, vertiente irracional del nihilismo, representa la exaltación del verdugo por el verdugo mismo, y el comunismo, que sería la vertiente racional, la exaltación del verdugo por las víctimas. El terrorismo islámico (qué le vamos a hacer, cometen sus infamias en nombre del Islam) combina rasgos de ambos. Los asesinos de Fabrizio son el terror nazi, puro y duro. Como los nazis, también Ben Laden culpa y persigue a los judíos, y acaba exterminando a todo el que disiente. Pero el saudí pretende, además, que las víctimas le den la razón. Ya sabe que en el mundo democrático hay voluntades predispuestas: a convertirse, y convertirnos, en rehenes de Ben Laden. Será inútil recordarles que los que no vieron, cuando era tiempo, la mueca del terror hitleriano, pagaron muy caro su deseo de paz a cualquier precio.

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