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La aparición de un español convertido al Islam, antes vinculado a Batasuna, y detenido tras el 11-S, en el laberinto de pistas de la masacre de Madrid, me hace retrotraerme al 2001. Unas semanas después de que USA atacara el Afganistán de los talibanes, un antiguo amigo me suscribió por su cuenta a un servicio de noticias en Internet. No recuerdo el nombre de la agencia, pero era latinoamericana. Descubrí entonces algo que me sorprendió: la conexión y la complicidad entre un sector de la izquierda occidental y el fanatismo islámico.
 
En aquellas “noticias”, se hablaba de los secuaces de Ben Laden con el lenguaje –y el arrobamiento- que treinta años antes servía para jalear a las guerrillas marxistas que pululaban por el mundo. Por supuesto, los sonsos gringos iban a morder el polvo en las montañas; los “luchadores antiimperialistas” los hostigaban sin cuartel; aquello iba a ser peor que Vietnam; tal vez, la venganza por haber obligado a los soviéticos a retirarse del país que habían invadido (para civilizarlo, naturalmente).
 
¿Cómo unos vetustos marxistas, criados en el dogma de que “la religión es el opio del pueblo”, podían encontrar algún sex-appeal político en unos fanáticos del Islam? Les unía el enemigo común, cierto, pero debía haber algo más. La alianza islamo-izquierdista se manifestaría, ya abiertamente, durante la campaña del “no a la guerra”. Los restos de la antigua izquierda comunista y sus hijos “antisistema”, más o menos legítimos, habían encontrado, al fin, a sus nuevos héroes.
 
En su libro “La Yihad”, publicado antes del 11-S, Gilles Kepel señala que en la guerra entre Irán e Irak, Jomeini envió a cientos de miles de jóvenes mal entrenados a morir en el frente, sacrificando así al grupo social más activo y motivado políticamente bajo la bandera del martirio, una idea con fuertes raíces en el chiísmo. Los iraníes llevaron esa tradición al extremo. El martirio se volvió el único posible “deber revolucionario”. Los jóvenes ya no querían cambiar el mundo; la revolución se había hecho y no había colmado sus expectativas; ahora sólo aspiraban a la muerte. Ello ratificaba, dice Kepel, el fracaso de la utopía revolucionaria.
 
Por otros vericuetos, la vieja izquierda occidental desembocaba por esas mismas fechas en un cul de sac parecido. El socialismo real daba sus últimas boqueadas. El poder de la utopía comunista se extinguía. El mundo no se podía cambiar, ergo sólo se podía –y debía- destruir. Los más fanáticos, y muchos frívolos, así lo entendieron. Grupos y movimientos “antisistema” nacieron de esa tierra quemada. Cuando desembarcó con toda su brutal potencia en la escena mundial, la violencia islamista encarnó la vía de la destrucción de un modo absoluto. No sólo por su magnitud apocalíptica, sino también porque llevaba dentro la pulsión autodestructiva, que no había formado parte de la guerrilla y el terrorismo de izquierdas. Ahora ya, para erradicar “el mal”, no quedaba otra que matar al enfermo.
 
Según una historia rusa, Dios se le apareció a un campesino y le ofreció concederle cualquier deseo, a condición de darle el doble de lo mismo a su vecino; “sácame un ojo”, pidió el hombre. De parecida guisa, los extremistas occidentales les piden deseos a sus nuevas divinidades. “Osama, mátanos”, decía una pintada vista en mi ciudad al poco del 11-S. “I love Irak, bomb Texas”, se leía en manifestaciones en USA. Pero ese impulso suicida impersonal -contradictorio- no sólo late en unas minorías. Es una corriente subterránea que aflora cuando matan, y se remansa en la renuncia a defenderse: a combatir.

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