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Pero, ¿quién es el enemigo?

Mucho se ha hablado y escrito sobre la Guerra Antiterrorista y el nuevo entorno estratégico, pero pasados los años desde el 11-S y tras el impacto nacional del 11-M seguimos hallando aquí y allá comentarios contradictorios sobre cuál es el objetivo de nuestras acciones.

Con el transfondo de la campaña electoral norteamericana, el anterior zar antiterrorista, el señor Clarke, ha testificado ante la Comisión especial que trata de averiguar qué fallos permitieron que el 11-S ocurriera y ha afirmado con rotundidad que la guerra en Iraq fue un error, que distrajo la atención de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia de su cometido esencial, que en su opinión no es otro que la captura de los máximos dirigentes de Al Qaeda y de sus células operativas o durmientes en todo el planeta. En estos últimos años, hemos podido oír en Estados Unidos, Europa e incluso España, comentarios semejantes de profesionales solventes que tienen en común su especialidad en el estudio del terrorismo.

Esta corriente de opinión basa su análisis en que el enemigo a batir es un grupo terrorista adaptado a un entorno global, con una estructura en forma de nebulosa apta para evitar la persecución de agentes de policía o inteligencia. Para combatirlo con eficacia hay que establecer redes de información con los servicios de países aliados, amigos o, si llega el caso, enemigos. Con la información conseguida se debe animar a los gobiernos afectados a perseguir y capturar a los miembros localizados, así como a desmontar sus infraestructuras de formación, entrenamiento y financiación. Sólo cuando un estado proporciona cobijo a un grupo terrorista o, más aún, si colabora con él en el terreno operativo cabe hacer uso de la fuerza, llevar a cabo una guerra que deberá concluir en la reconstrucción nacional y en el fin de la presencia de terroristas en su suelo. En esta lógica la guerra de Irak fue un error, puesto que:
– No había suficientes pruebas de colaboración entre los servicios de inteligencia iraquíes y Al Qaeda;
– Ha requerido un enorme esfuerzo de los Ejércitos y de los servicios de inteligencia norteamericanos, en detrimento del trabajo que se venía haciendo en Afganistán, Pakistán y otros países;
– Ha creado un área de desestabilización, que puede concluir en una guerra civil, donde los grupos vinculados a Al Qaeda han encontrado un espacio perfecto para actuar, tratando de evitar que se reconstruya Iraq en clave democrática, lo que sería un inaceptable ejemplo de influencia occidental en la sede de uno de los califatos históricos.

Pero, ¿es Al Qaeda el enemigo? En la ya citada comisión norteamericana, la consejera de Seguridad Nacional comentó, a propósito de las previas declaraciones de Clarke, que respondían a una visión muy limitada de los retos estratégicos a los que Estados Unidos tenía que hacer frente. En otras palabras, Al Qaeda es un enemigo de Occidente, pero no es el enemigo. La estrategia norteamericana, revisada en profundidad desde el 11-S, responde a la necesidad de derrotar a un conjunto de amenazas distintas –terrorismo, armas de destrucción masiva, estados fallidos, ciberguerra, delincuencia organizada– pero cuya combinación puede tener efectos gravísimos para nuestra seguridad. Últimamente, tiende a imponerse la expresión “islamismo radical”, que sin ser completa se acerca más a la descripción de un enemigo que no se circunscribe al ámbito del Islam, aunque es allí donde más claramente es percibido. Sin embargo, el seguimiento mediático de la crisis de Irak tiende a ocultar otros problemas. La situación de Corea del Norte o la evolución del triángulo Cuba –Venezuela - Colombia y su influencia sobre los movimientos antidemocráticos implican gravísimas amenazas que no tienen nada que ver con la adaptación del Islam al mundo moderno o con las acciones terroristas de Al Qaeda.

La nebulosa diseñada por ben Laden es una expresión de ese “islamismo radical”, pero sólo eso. Desmantelar células no resuelve el problema, sólo aplaza la ejecución de acciones terroristas. Para combatir a Al Qaeda hay que actuar sobre sus raíces políticas y sociales. Hay que combatir las formaciones que animan la interpretación radical del Islam y la desestabilización de los gobiernos moderados. Hay que luchar contra los gobiernos que permiten o apoyan estas acciones así como la canalización de dinero para el mantenimiento de las redes terroristas. Hay que evitar aquellas situaciones que están en la base de esa sensación colectiva de frustración de la que se nutren los fundamentalistas. El origen del islamismo no es la pobreza, como tantas veces se repite desde los foros antiliberales europeos, sino el reconocimiento del fracaso de una civilización, lo que lleva tanto a asumir las tesis del islamismo radical como a esos comportamientos ridículos de culpar a Estados Unidos de todas sus desgracias, cuando nadie mejor que ellos saben de su propia responsabilidad; a que el antinorteamericanismo crezca por todas partes; a que cualquier bulo, por absurdo que sea, sea tomado por cierto si supone culpar a Washington; a que ben Laden sea admirado y considerado por muchos el ídolo que ha logrado humillar al Imperio. Sólo transformando aquellas sociedades mediante la educación, el libre mercado, el estado derecho y la democracia liberal se podrá acabar con esta lacra. No es labor de un día ni de una década sino de mucho tiempo. Pero para llegar al final del camino hay que empezar a recorrerlo.

La proliferación de armas de destrucción masiva es en sí un grave problema, pero lo es mucho más si se combina con el islamismo radical. Los servicios de inteligencia occidentales han cosechado recientemente estruendosos fracasos, el más importante de los cuales ha sido el no enterarse de la dimensión y actividad de la red establecida desde Pakistán para la proliferación nuclear, así como sus importantes vínculos con Corea del Norte. La posibilidad de un Pakistán islamista con armamento nuclear o de un Irán capaz de colocar una cabeza nuclear a sus misiles de alcance medio desarrollados a partir de tecnología coreana son escenarios estratégicos de enorme gravedad, así como la posibilidad de que Irak cediera armamento químico o biológico a Al Qaeda –el que no hayan aparecido arsenales no quiere decir que no dispusieran de los medios para producirlos en cualquier momento– o de que Irán hiciera llegar a Hamás sustancias químicas.

El caso de Corea del Norte es un buen ejemplo de amenaza del máximo nivel que nada tiene que ver con Al Qaeda. Su pulso con Estados Unidos, su incumplimiento de los acuerdos establecidos con la administración Clinton, su disposición a seguir vendiendo tecnología de misiles a quien no pueda adquirirla de otra manera, su decisión de desarrollar armamento nuclear... son razones suficientes para poder afirmar que será uno de los temas, junto con Pakistán, que protagonizarán la agenda exterior de Estados Unidos durante los próximos cuatro años.

Tristemente, los retos de seguridad a los que Occidente tiene que hacer frente son mucho más complejos que el combate contra un grupo terrorista bien adaptado al entorno global de nuestros días. La campaña de Irak no sólo no ha sido una distracción, sino que representa el primer peldaño en la transformación de la región. Una misión “homérica”, imposible de asumir para una Europa decadente y difícil de concluir para una democracia de ánimo tornadizo como es Estados Unidos.
 
GEES: Grupo de Estudios Estratégicos.
 

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