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Francisco Cabrillo

La ruina de Irving Fisher

Si se preguntara a los economistas norteamericanos actuales quién ha sido el economista más importante de la historia en su país, el nombre más veces mencionado sería, con toda seguridad, el de Irving Fisher. Y es lógico. Sus aportaciones a un número muy elevado de campos, que incluyen la economía matemática, la estadística, la teoría del dinero y las finanzas, por citar sólo los más relevantes, hacen que buena parte del análisis económico que hoy se realiza en el mundo siga reflejando claras influencias de la obra de Fisher.
 
Nació nuestro autor en Saugerties (Nueva York) el año 1867, hijo de un pastor protestante que falleció cuando Irving había apenas terminado el bachillerato. Por ello, desde muy pronto, tuvo que trabajar para ganarse la vida, dando clases a otros estudiantes, principalmente. El centro elegido para cursar sus estudios fue Yale, universidad a la que permanecería ligado el resto de su vida, primero como alumno de licenciatura, luego como estudiante de doctorado y, finalmente, como profesor y catedrático. Fisher fue un autor muy prolífico. Pero se equivocaría quien, ante la magnitud de su obra publicada, pensara que había dedicado a ésta todo su tiempo y energías. Por el contrario, su interés por los más variados aspectos de la vida social le llevó a tomar partido en todo tipo de causas, desde la defensa de la dieta vegetariana y la vida al aire libre –reflejo, sin duda, de la tuberculosis que padeció en 1898– hasta la lucha por la paz internacional mediante la creación de una asociación de naciones, pasando por un más o menos pintoresco compromiso en contra las bebidas alcohólicas.
 
Y fue también un hombre de gran éxito en los negocios... al menos durante algunos años de su vida. Su hijo calculaba que, al final de los años 20, llegó a tener una fortuna personal de unos 8 ó 10 millones de dólares de la época, lo que significaba que era un hombre muy rico. Pero poco tiempo después la suerte le volvería la espalda. Fisher mantuvo, como tantos otros inversores, una actitud de optimismo desmesurado con respecto a la evolución de los índices de la bolsa de Nueva York. E incluso después del hundimiento de la bolsa del año 1929, siguió anunciando una pronta recuperación del mercado de valores, que estaría ligada a una nueva fase alcista del ciclo económico. Como tantos y tantos inversores de la época, Fisher se arruinó completamente y la crisis se llevó también todos los ahorros de su mujer y los de la hermana de ésta, que él había invertido en acciones en los momentos de máxima subida de las cotizaciones. Su situación económica llegó a ser tan desesperada que estuvo a punto de tener que marcharse de su casa, que había perdido también. Sólo le salvó un gesto elegante de la Universidad de Yale, que compró la vivienda y se le alquiló en condiciones muy favorables, lo que le permitió seguir en ella hasta le final de su vida.
 
Pero la gran crisis de la economía norteamericana fue para Fisher aún peor que para la mayoría de la gente que se arruinó en aquellos años. Una cosa es, en efecto, quedarse sin nada, por haber sido mal aconsejado por el asesor de inversiones o por haberse dejado llevar por un sentimiento de euforia irracional y otra muy distinta que el economista norteamericano de mayor prestigio lo pierda todo por haberse equivocado de forma radical en sus previsiones. El primero de los casos es una desgracia; el segundo puede ser interpretado –y lo fue en su día–, como una clara muestra de incompetencia. ¿Qué fiabilidad podrían tener, en efecto, las ideas de un economista que ni siquiera había sido capaz de administrar con sensatez su propio patrimonio?
 
Fisher murió el año 1947, sin haber recuperado ni su patrimonio ni su prestigio profesional ante la opinión pública, aunque los economistas siempre consideraron su obra científica como una de las más brillantes de toda la historia del pensamiento económico.
 

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