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Lucrecio

Un enigma

Todos, en el Ayuntamiento de Madrid como en Moncloa, todos los que mandan, digo, se blindan en la misma explicación: la ausencia de banderas españolas en el festejo nupcial del sábado fue una petición explícita de la Casa Real. Y una de dos: o todos mienten o la función de la Corona se ha trocado en algo muy sorprendente. Cualquiera de las dos versiones es, se mire como se mire, enigmática.
 
No valoro. Quede eso claro. Mis convicciones están muy lejos de cualquiera de las variedades de monarquía –aun cuando, en términos lógicos, me resulte menos internamente contradictoria la absoluta que la parlamentaria–. Trato de entender, tan sólo. Poseo el viejo vicio hegeliano de juzgar que es posible hallar la lógica, más o menos oculta, de cuanto acontece. Y que apelar a la irracionalidad no es otra cosa que refugiarse en la propia estupidez o en la propia pereza; o en el propio miedo a la verdad, que es lo más frecuente.
 
No hay lógica aparente alguna en que el ejecutivo nacional y el local, regidos además por partidos antagónicos, mientan al unísono al hacer recaer sobre la Jefatura del Estado la decisión de prescindir de la bandera de la nación, en lo que, en su dimensión pública, era un acto puramente institucional. No hay lógica aparente alguna en que la corona busque deliberadamente desvincularse del símbolo visual que es la bandera. Bandera y corona son, a fin de cuentas, lo mismo en su función política moderna: arquetipos simbólicos sobre los cuales inviste el pragmático Estado una función totémica, mediante cuyo recurso se busca preservar, en el espacio de las mitologías, la sacralidad de lo intocable: lo que permanece mágicamente idéntico en el decurso del tiempo.
 
Romper lo sacral es divertido. Para aquel que, como es mi caso, en nada cree (tal es el oficio del filósofo desde el Platón del Libro V de la República). Pero que quienes viven de la intangibilidad mitológica busquen dinamitar la gravedad de los arquetipos, es, cuando menos, extraño.
 
Me gustaría entenderlo. No lo consigo.
 

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