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Congreso extraordinario del Partido en la provincia de Moscú. Hay que elegir a un nuevo secretario local porque al anterior acaban de meterlo en la cárcel. De repente, alguien de la dirección pide un aplauso en honor del camarada Stalin. Un trueno de palmas estalla en la sala. Cinco minutos después, la tormenta de manos chocando entre sí no hace más que crecer. Al cabo de otros diez minutos se produce el primer desmayo. Los camilleros retiran a un delegado completamente congestionado mientras las salvas arrecian con entusiasmo renovado. Poco más tarde, cae redondo el jefe del distrito. La ovación se hace entonces ensordecedora. En algunas palmas hinchadas empiezan a asomar hilillos de sangre. Todos jadean, pero nadie descompone la sonrisa de felicidad. Por fin, el jefe de una fábrica local no puede más y es el primero en desertar de la ovación. Al día siguiente, dos agentes de la Checa lo visitan en su oficina. Alguien lo ha denunciado por un asunto que nunca se hará público. Condena: diez años.
 
Tuvo suerte. No lo incluyeron en la lista de los cincuenta millones de personas cuya humanidad acabaría siendo destruida en el gulag. Y tampoco le arrancaron los ojos después de perforarle los tímpanos, como harían con Mamia Orajelashvili, uno de los fundadores de la República de Georgia. Porque los georgianos eran un problema, tanto si estaban vivos como si ya habían muerto. Así, al jefe del Partido allí lo envenenaron para luego enterrarlo con honores de Estado. Pero hubieron de exhumar el cadáver y castigarlo de nuevo. La causa fue que en el ínterin descubrieron más pecados desviacionistas de los que habían servido de argumento para alojarlo en la primera tumba.
 
Otro problema: los ucranianos. Nuestros comunistas pensaban que la poesía era un arma cargada de futuro, pero Lenin y Stalin discrepaban de esa doctrina. Ellos conocían mejor cuál era la verdadera gran arma revolucionaria del Partido: el hambre utilizada como instrumento terrorista. Cinco millones de campesinos ucranianos serían exterminados así; por la vía de confiscarles las cosechas y después dejarlos en el campo abandonados a su suerte. En Ucrania sólo había un agente mortífero peor que el hambre. Se llamaba Nikolaenko, y el Partido la había distinguido con el título de “Heroína de la Revolución”. Cuentan que cuando salía de su casa, las calles de Kiev quedaban desiertas de repente. Sin ayuda de nadie, ella sola logró descubrir a más de ocho mil “agentes del fascismo internacional” entre sus convecinos. Todos fueron fusilados. Únicamente cuando se le ocurrió denunciar a Jrushov por lo mismo, en el Kremlin entendieron que sus servicios a la causa ya eran suficientes y debían interrumpirse.
 
De todos modos, los ucranianos y los georgianos sólo eran dos entre los innumerables estorbos objetivos para crear al Hombre Nuevo. Había otros elementos tan peligrosos como ellos. Por ejemplo, los astrónomos, los responsables del Censo y los niños. Las medidas para hacer frente a esas amenazas no dejaron de ser expeditivas. En 1935 se aprobó un decreto mediante el cual se legalizaba el fusilamiento de los menores contrarrevolucionarios que hubieran cumplido doce años. Por su parte, a todos los de la Oficina del Censo no hubo más remedio que condenarlos a la pena máxima: en 1937 se empeñaron en decir que la población de la USS sólo alcanzaba los 163 millones de almas cuando el Partido sabía que sus súbditos eran 170 millones  Con los astrónomos tampoco hubo contemplaciones. Se habían conjurado para intentar hacer creer a la población que la formación de las manchas solares no respondía a las leyes del materialismo dialéctico. Después de eso, fue inevitable ejecutar a veinticuatro de ellos, los más destacados de la URSS hasta entonces.
 
La filosofía era importante; de hecho, para el Partido era lo más importante. Eso convertía en la tarea más urgente que el líder de todos los proletarios del mundo, un autodidacto que no había acabado los estudios secundarios, aprendiera los rudimentos de la ciencia del pensamiento. El padrecito Stalin tomo unas clases particulares, dos tardes por semana durante tres años. El problema del primer camarada profesor era la voz (la tenía demasiado monótona para el gusto del líder); el del segundo se desconoce. Al primero lo mandó fusilar por “lameculos de Trotski”; al otro también ordeno ejecutarlo, pero sigue siendo un misterio el porqué.
 
Después pasó el tiempo, Stalin murió y llegó un nuevo padrecito de todos los proletarios del mundo; y después, otro y otro. Tras la arribada del último, las cosas habían cambiado mucho. Los televisores se habían vuelto más peligrosos que las ideas filosóficas: explotaban en las casas de forma espontánea y ya se habían convertido en la primera causa de todos los incendios en la URSS. Más tarde, se produjo la mayor movilización de los pacifistas en toda la Historia para intentar evitar que Reagan acabara con todo aquello. No lo consiguieron, ésa es la única razón de que ayer  la prensa progresista escupiera unánimemente sobre su memoria. Y cuando ya todo parecía perdido, la victoria. Martin Amis, un autor de culto en los noventa cuando se sumó a la moda del realismo sucio, lo está comprobando ahora mismo. En un rapto de coherencia le dio por remover la auténtica escoria, la basura más maloliente de Europa: la complicidad de los intelectuales occidentales con el Gran Terror. Entonces escribió Koba el Temible, el libro del que proceden todos los datos sobre la URSS que contiene este artículo. Al día siguiente de publicarlo en inglés, lo más granado de la crítica literaria bienpensante, a falta de tumba y memoria, comenzó a lanzar escupitajos sobre su prestigio literario. Y aún no ha parado. Deben intuir que el primero que deje de hacerlo pudiera ver truncada su gloria profesional.
 

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