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Pío Moa

La ignorancia de un magistrado

Bajo el título Sin pasado no hay mañana, ha publicado Martín Pallín, magistrado del Tribunal Supremo, un artículo con varios errores tan manifiestos que no puedo menos de salirle al paso, ya que, si es penoso contemplar la ignorancia sobre nuestro pasado en personas corrientes, en personas de su alta responsabilidad resulta más que penoso, alarmante.
 
 Supone el señor Martín Pallín que en 1936 una parte del ejército, apoyada por las derechas, se levantó contra la legalidad constitucional más avanzada de nuestra historia”. Un conocimiento un poco más preciso de la realidad haría ver al señor Martín que la mayoría de los que entonces se alzaron, empezando por Franco, había defendido esa legalidad constitucional un año y medio antes, en octubre de 1934, y precisamente contra unas izquierdas que se habían sublevado contra un gobierno democrático, con el propósito explícito de organizar una guerra civil. De ese levantamiento se cumple este año el 70 aniversario. ¿Ignora esto el señor Martín, o simplemente le ha fallado la memoria? No debiera ocurrir nada de eso a quien propone recordar el pasado.
 
 ¿Qué había ocurrido entre octubre de 1934 y julio de 1936, para que Franco y las derechas en general hubieran cambiado de actitud? Pues había ocurrido que en febrero de 1936, mediante unas elecciones por lo menos sospechosas, habían llegado al poder unos republicanos que en 1934 habían apoyado el golpe guerracivilista; y llegaban al poder en coalición con quienes lo habían protagonizado directamente dicho golpe: el PSOE, los comunistas, y la Esquerra catalana, y con los votos anarquistas, cuyo profundo carácter democrático tampoco parece recordar el señor Martín.
 
Parece bastante comprensible la aprensión, incluso el pavor, de millones de personas ante tal situación. En ese momento la derecha se puso del lado de Azaña, gobernante en apariencia moderado, con la esperanza de que frenase el proceso revolucionario desatado inmediatamente desde la calle. Con la esperanza, en resumen, de que Azaña hiciera cumplir la ley, requisito indispensable de legitimidad para cualquier gobierno democrático, pues el incumplimiento de la ley trae la quiebra de la convivencia social. Azaña - debe saberlo el señor magistrado - no cumplió ni remotamente esa función, sino que permitió, y en más de un sentido alentó, el caos manifiesto en una oleada de asesinatos, asaltos a locales y periódicos de la derecha, a domicilios privados, quema de centenares de iglesias, muchas de ellas invalorables obras de arte, huelgas salvajes con enfrentamientos sangrientos entre los propios revolucionarios, desfiles intimidadores de milicias, etc. El propio Azaña contribuyó a la ilegalidad reinante con medidas tan ilegítimas y a duras penas constitucionales como la destitución del presidente Alcalá-Zamora. Las reiteradas y angustiadas peticiones de la derecha para que él o su sucesor, Casares, cumpliesen e hiciesen cumplir la ley, cayeron en el vacío. No, peor: fueron acogidas con salvas de injurias y amenazas.
 
 Como el señor Martín sabe sin duda, pues es imposible que esto lo ignore, las amenazas no quedaron en palabras. Los dos jefes de la oposición, Gil-Robles y Calvo Sotelo, sufrieron intentos de asesinato, librándose el primero por un azar, pero no así el segundo. Y, lo más revelador, los autores del secuestro y asesinato de Calvo fueron una fuerza mixta de guardias de asalto y milicianos socialistas, más un guardia civil, también socialista, al mando, y utilizando una camioneta policial; y el ejecutor directo del crimen fue el guardaespaldas de mayor confianza de Prieto. Revelador todo ello de la extrema degradación del estado y del fundamental incumplimiento de la legalidad constitucional desde la calle y desde el poder.
 
Por lo tanto, contra la opinión del señor magistrado, ni Franco ni el resto de la derecha pudieron rebelarse contra una legalidad constitucional, pues ésta, simplemente, no estaba en vigor. La derecha había defendido esa legalidad en octubre de 1934, y en 1936 constataba su ruina, debido a una combinación de proceso revolucionario y abuso de poder. En una Europa donde la democracia y el liberalismo estaban en crisis y eran mirados como anacronismos por millones de personas, la derecha llegó a la conclusión, apresurada pero explicable, dada la conducta de las izquierdas, de que la democracia no funcionaba en España. Franco fue el último en rebelarse contra la república, pues antes lo habían hecho los anarquistas, un sector muy minoritario de la derecha (la sanjurjada), los nacionalistas catalanes, los socialistas, los comunistas y los republicanos de izquierda. Creo que quienes menos derecho tienen de quejarse de Franco y de su régimen autoritario son quienes lo trajeron con su demagogia y aspiraciones totalitarias. Su queja incesante e irreconciliable tiene mucho de farsa.
 
Considera el señor Martín la constitución republicana como la más avanzada que hayamos tenido. Así como los datos anteriores son objetivos e indiscutibles, aquí ya entramos en valoraciones subjetivas. Aquella constitución recogía una serie de derechos comunes en todas las constituciones democráticas, pero, al revés que la actual, fue impuesta por rodillo, no por consenso, no era laica, sino anticatólica, y contra los católicos –la mayoría de la población-- vulneraba muy gravemente derechos básicos de conciencia, enseñanza, asociación, etc., tratando de reducir a los eclesiásticos a ciudadanos de segunda. Sin contar sus pintoresquismos como lo de “trabajadores de todas las clases” o la renuncia a la guerra, como si ella dependiera sólo de España. No parecen avances tan apreciables, francamente, y reflejan más bien aquel estilo general que el propio Azaña achacaba a la mayoría de los republicanos: “gente ligera, sentimental y de poca chaveta”.
 
Y no sobra recordar, además, que la Constitución vino seguida de la Ley de Defensa de la República, que prácticamente la invalidaba: en sus dos primeros años de gobierno, Azaña cerró más periódicos que la monarquía en muchos años, encarceló y desterró sin acusación, y hubo también muchos más obreros muertos en la calle a manos de las fuerzas de seguridad que en decenios del régimen anterior. Por poner sólo algunos datos que quizá el señor Martín ignore o se le hayan ido de la cabeza.
 
 El señor magistrado también se explaya sobre la represión franquista. Pero olvida la causada por sus enemigos, o el terror entre las propias izquierdas, con episodios de tal ferocidad que nos permiten vislumbrar lo que habría ocurrido si hubieran ganado ellas la guerra.
 
Vamos a resumirlo en pocas palabras: ni la democracia ni la legalidad constitucional fueron defendidas, ni pudieron serlo, por un Frente Popular compuesto de comunistas, marxistas del PSOE, anarquistas y republicanos que habían intentado golpes de estado al perder las elecciones en 1933. La guerra no se produjo entre demócratas y fascistas, sino entre una izquierda mayoritariamente totalitaria y una derecha que, empujada por el proceso revolucionario, había abandonado la moderación de 1934 para defender una dictadura autoritaria como única salida.
 
 Ah, y la vuelta a la democracia no llegó en los años 70 de manos de los vencidos en 1939 -¿cómo podría haber sido así, teniendo en cuenta su composición e ideología?- sino de los vencedores, con la colaboración, a lo que se ve renuente, de quienes gustan presentarse como herederos del derrotado Frente Popular. Este pasado tan reciente no puede ignorarlo el articulista, cuya desmemoria asusta un poco, en hombre de tanta influencia.
 
Estoy un poco harto de repetir estas cosas, pero por lo que se ve, no hay más remedio Me gustaría que el señor Martín Pallín tomara conocimiento de unos hechos que, seguramente, le llevarían a otras conclusiones y a hablar con un lenguaje menos cargado de acritud y revanchismo. Sin pasado no hay mañana, afirma él. Pero el pasado no debe ser falseado ni olvidado. De otro modo el mañana puede resultar una pesadilla.

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