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Cuando uno escribe en un ordenador y teclea 2004, puede insertar la fecha completa presionando enter. Seguramente, el programa dispone de otras funciones de ese tipo que desconozco. En cualquier caso, hay una que deberían incluir en su software quienes se sienten afrentados por la obra histórica y periodística de Pío Moa. A fin de que al teclear su nombre, se inserte automáticamente el añadido: “antiguo terrorista del sospechoso GRAPO”. Porque la adición de este o similar estrambote se ha vuelto ya un acto reflejo. A la voz “Moa”, ladra siempre de la misma forma el falderillo, estimulado su instinto quema herejes. No es esto una novedad. Son decenios de tradición y aprendizaje.
 
Lo que sorprende es que tal coletilla surja de personas que no suelen llamar “terrorista” a cualquiera, y menos con afán peyorativo. Es gente que matiza mucho a la hora de calificar a los que se dedican al atentado. Hay guerrilleros, grupos armados, grupos violentos, hay independentistas, resistentes e insurgentes. Incluso entre los que clasifican como terroristas, distinguen clases. Son personas que transitaron sólo superficialmente de la celebración a la indignación por los atentados de la ETA, pasando por una larga indiferencia hacia la siega de vidas de policías y militares. Personas que no justifican el terrorismo, pero entienden que tiene causas justas. Salvo cuando el antiguo terrorista, el que hizo lo que tenían que haber hecho todos, que era abandonar, les toca las narices.
 
La fuente del estribillo sobre Moa no es reciente. En su libro De un tiempo, de un país, Moa incluye parte de un artículo publicado en noviembre de 1980 en Cambio 16, que revela la lógica que hubo detrás de la presentación del GRAPO como un grupo de turbias connivencias. Salas, el autor, se lamenta del apoyo que habían prestado a la ETA los medios de comunicación, y dice que ante la aparición de un nuevo grupo “es fácil para la prensa aniquilar el proyecto terrorista en embrión, simplemente denigrando su imagen”. Respecto al GRAPO señala la utilidad de “sospechar que actuaba utilizado por la extrema derecha” y de mostrar su “coincidencia de intereses con los golpistas de extrema derecha, con la KGB, con la CIA, con quien sea”.
 
Asombroso. Pero era así: los que habían simpatizado con la ETA, eran incapaces de oponerse de frente a un grupo terrorista. Tenían que ir por la tangente e inventarse complicidades con la extrema derecha para salirle al paso. Aquella ambigüedad de fondo persiste. Es una ambigüedad deseada: permite tratar distintamente a los terroristas, según sean o no de la familia, según convenga o no a los intereses políticos del momento. Hoy, cuando Moa ha puesto contra las cuerdas la versión oficial de la izquierda española sobre la guerra civil, les conviene desprestigiarlo a los que más interesados están en mantenerla, y a sus acólitos.
 
Alfonso Guerra y Diego Carcedo han puesto negro sobre blanco los rumores fabricados hace veinte años, citando incluso a muertos que ya no pueden confirmar ni desmentir. Otros sueltan la coletilla antedicha en cuanto se menta a Moa. Son exorcismos con los que intentan compensar su incapacidad para argumentar contra sus tesis. La prueba de que éstas les hacen daño.

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