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Hace justamente un año, el entonces candidato a la presidencia de la Generalitat Pasqual Maragall afirmó que CiU había convertido a Cataluña en un régimen, pero que los ciudadanos estaban empezando a “perder el miedo”. Ese día, el nieto del poeta sufrió uno de los frecuentes arranques de espontaneidad que han hecho de él uno de los personajes más imprevisibles del paisaje político español. Porque aquella tarde también se le ocurrió soltar públicamente lo que todo el mundo allí sabe que únicamente debe celebrarse en privado. En mala hora hizo saber a su turbada audiencia que el gran pecado del pujolismo habría sido excluir a los inmigrantes de los años sesenta, a “los otros catalanes”, del espacio político; y que tenia que terminarse cuanto antes esa fórmula de “repartir patentes de catalanidad”.  Han pasado doce meses desde aquella imprudencia. El tiempo necesario para que perdiese las elecciones ante una medianía como Artur Mas y, pese a ello, acabar aupado al poder gracias los independentistas explícitos de ERC. Ha pasado un año, el intervalo suficiente para que las cosas cambiaran. Y han cambiado. Ahora, con su Tripartito la anomalía que revelaba entonces es más clamorosa que nunca.
 
Basta un vistazo somero a la información estadística oficial para comprobarlo. Censo poblacional de 1991: el cuarenta por ciento de los habitantes de Cataluña procede de otras regiones. Censo del Parlamento autonómico durante los veintitrés años de Pujol: sólo el 9,6 por ciento de los diputados había nacido en comunidad autónoma que no fuera la catalana. Censo poblacional de 2001: el treinta por ciento de los residentes en el Principado fue alumbrado en algún lugar del resto de España. Censo del Parlamento catalán tras la caída del funesto régimen: únicamente tres parlamentarios (dos españoles y un magrebí) vieron la luz por primera vez más allá del Ebro. Estadillo de los consejeros en los sucesivos gobiernos de CiU: cincuenta y ocho titulares de cartera, de los que tres no eran catalanes de origen. Estadillo de la elite revolucionaria que acaba de derrocar el régimen identitario: cien por cien de apellidos autóctonos, cero por cien de los departamentos dirigidos por “los otros consellers”. Consenso unánime en Cataluña de opinadores, historiadores, filólogos, antropólogos, politólogos, sociólogos, juristas y humoristas de TV3: nuestro nacionalismo, a diferencia del vasco, no es étnico, sino cívico.
 
Poco después de que Maragall pronunciara las heréticas maragalladas que han dado pie a este artículo, el catedrático de Derecho Constitucional Francesc de Carreras escribió otro en El País en el que definía qué es un régimen. Decía entonces el académico: “Un régimen es aquel sistema regido no sólo por normas legitimadas por los ciudadanos a través de procedimientos democráticos, sino también por otras, ni escritas ni legitimadas democráticamente, impuestas por una elite dominante que invoca otros fundamentos para su legitimidad, normalmente de carácter histórico, cultural o tradicional”. Refleja perfectamente ese significado el contenido de lo que fue el hecho diferencial catalán durante la época convergente, y más perfectamente aún en lo que llevamos sin Convergencia. Razón de que el concepto de Carreras se ajuste como anillo al dedo al anhelo del President de blindar la peculiaridad catalana en la Constitución. Y es que el viejo conflicto histórico se acabaría con sólo modificar un poco el primer artículo de la Carta Magna en dirección a esa doctrina. Por ejemplo, si dijera: España se constituye en un estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores en su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Menos en Cataluña, donde existirá un Régimen distinto. Con eso, resuelto el problema catalán.

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