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Amando de Miguel

Sobre neologismos y otras arbitrariedades

Luis Sánchez Barbero vuelve a la carga con lo del verbo customizar. Así se emplea para indicar la acción de adaptar un objeto que se vende a las especificaciones del cliente. Está ya en el diccionario de Manuel Alvar y en todas las bocas. Mi corresponsal sugiere que debería decirse castomizar, porque así se parece más a la pronunciación inglesa. No es una razón. En inglés escriben guerrilla y pronuncian algo así como “guerila” o “gorila”. Los idiomas vivos importan palabras de otros y las acomodan a la pronunciación del importador. El inglés es el idioma primordial y por eso admite neologismos y barbarismos con naturalidad. El español tuvo también cierta facilidad para eso mismo. En cambio, el francés se resiste, y por eso decae como idioma de comunicación internacional.
 
Soy partidario decidido de importar palabras o de inventarlas siempre que se necesiten. Por ejemplo, ¿cómo designar ese sentimiento general del odio al cuñado? Cabe el femenino, naturalmente. Es más, ese odio es refinadísimo cuando lo practica (o lo recibe) una cuñada. Pues no tengo más remedio que inventar la palabra cognatofobia. El étimo es clarísimo; no hace falta explicarlo.
 
Otra ilustración, esta más sutil. Es sabido que las personas célibes, o las que acaban de dejar de serlo, presentan una anomalía en su vida práctica. No saben combinar bien los colores de su vestimenta. Van hechos unos adefesios (palabra de origen bíblico e irónico) y no se dan cuenta de esa incongruencia indumentaria. ¿Cómo describir esa tacha, que puede llegar a ser un desorden mental? Muy fácil: acromatognosia. Literalmente: no conocer bien los colores. (Naturalmente, no me sirve daltonismo, que es tener otro código de colores). Es una suerte tener varios idiomas de los que procede el nuestro: griego, latín y árabe. No hace falta más que conocer algunas de esas raíces para formar nuevos vocablos.
 
La alegría neologista no nos debe hacer olvidar que las palabras quieren decir lo que significan, no lo que queremos que signifiquen, como decía el personaje de Alicia. Por cierto, sería mejor “Alicia en el País de las Preguntas” y no “Alicia en el País de las Maravillas”. Pero sigamos. Pedro Galván Esparrago sostiene que la palabra progresista “debería tener carácter injurioso”; sería algo así como “un eufemismo de energúmeno”. No dudo de que alguna vez el término “progresista” haya sido afrentoso, como “protestante” y tantos otros. Pero con el tiempo las aguas se remansaron. Los dicterios acabaron siendo ponderativos. Ese es hoy el caso de “progresista”. ¿Quién se va a oponer a que las sociedades avancen y haya en ellas más justicia o igualdad? Otra cosa es que yo opine que los que a sí mismos se llaman “progresistas” no lo sean tanto. Pero tampoco me parece que haya que llamarlos “energúmenos”. En griego energóumenos es el poseído por el Demonio. Lo podríamos secularizar un poco y dejarlo en una persona que está fuera de sí, no está en sus cabales, es un loco furioso. Hombre, un progresista es otra cosa.
 
Amparo María Arellano, con un cargo municipal en Camas (Sevilla), me escribe a propósito de los femeninos de las ocupaciones. Seguramente lo considera un derecho progresista. Ella se siente “abogada” y a mucha honra. Pero no hay que ser muy progresista para aceptar ese título. En la Salve se dice que la Virgen es “abogada nuestra” desde hace dos mil años. La tradición popular llama a Santa Rita “abogada de los imposibles”, por ser santa muy milagrera. Así pues, sea usted abogada, doña Amparo, y aquí paz y después gloria. Otra cosa es que hubiera estudiado Peritaje Industrial. ¿Sería perita?.
 

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