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Juan Carlos Girauta

Edgar Allan Poe y el 11-M

El sainete del portero ha dado paso a una interesante trama de misterio. Es el momento del análisis lógico, el momento de la matemática. Victoria Prego ha recurrido en El Mundo a la teoría del caos, invocando el efecto mariposa para descartarlo inmediatamente. Mejor encomendarnos al padre del género policial: como saben nuestros cultivados lectores, Edgar Allan Poe (1809-1849) se adelantó varios años a las conclusiones de la investigación oficial del asesinato de Mary Cecilia Rogers en Nueva York. Situó el crimen en París y llamó a la víctima Marie Rogêt.
 
La pura racionalidad lógica a lo Dupin y el trabajo de algunos periodistas de investigación dejan un rendija a la esperanza. Si algo está claro es que la investigación oficial tardará muchos años en descubrir la trama del 11 M, si es que alguna vez llega a hacerlo. A día de hoy, la policía ni siquiera está investigando a los confidentes que vendieron los explosivos para la masacre. Lo ha reconocido el hombre que encabeza desde hace un mes la Comisaría General de Información.
 
Algún aficionado no podrá vencer la tentación de aplicarles a los policías que desfilan por la comisión el más célebre modelo de la teoría de juegos: el dilema del prisionero. Absténgase. Falla el requisito de la simultaneidad. Por poner sólo un ejemplo, Díaz Pintado, no puede estar jugando ningún dilema del prisionero con Cuadro en torno al origen del error del Titadine por la sencilla razón de que no están declarando a la vez. El juego de los policías es de tracto sucesivo, como el ajedrez.
 
Lo que nos conduce, por asociación de ideas, a una obra clave de Edgar Allan Poe: El jugador de ajedrez de Maelzel, que inauguró el método lógico-analítico en literatura desentrañando el misterio de aquel autómata del barón Von Kempelen, siglo XVIII, que jugaba partidas de ajedrez en exhibiciones públicas. Sin haber visto el ingenio, Poe infirió la existencia de un enano oculto.
 
Alumbrado por el brillo del desgraciado genio de Boston, postulo la existencia de un enano oculto en el plural autómata islamista que, a despecho de la baja calaña de sus ejecutores, delincuentes del tres al cuarto penetrados por confidentes policiales, provocó un vuelco político comparable al más inspirado jaque mate de Bobby Fischer, tumbó un sólido gobierno e inició una reacción mundial en cadena cuyo final todavía no conocemos.
 
Impedir “por sistema” que declaren los confidentes que vendieron el explosivo o torcer la realidad hasta el absurdo al informar sobre las comparecencias equivale a esconder al enano, a intentar que nos sigamos creyendo que el cochambroso autómata es capaz de jugadas de maestro. Si llegamos a conocer la verdad algún día, ¿a quién cree el lector que se deberá? ¿Al poder judicial que libera a los vendedores de explosivos? ¿Al poder legislativo que bloquea las comparecencias? ¿Al poder ejecutivo que no impulsa la investigación policial? ¿O a los herederos de Dupin? Crea cada cual lo que prefiera. Yo imitaré a Baudelaire y rezaré a Poe cada día.

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